jueves, 27 de noviembre de 2008

Moral, elección y ética

En las elecciones se hace posible la implicación desde la conciencia o, si se prefiere así, implicar la conciencia en las elecciones. La suspensión fenoménica no se implica sólo en las miras del cálculo, sino que se suspende el mismo sujeto que se supone portador de la elección. Como la suspensión de la suspensión es un ejercicio esencialmente especulativo, se requiere batir en su determinación. El único peligro de la indeterminación de la especulación es que se haga a sí misma infinitesimalmente indeterminada; es decir, que suponga que su ejercicio es la posesión de la esencia, que se crea cosa en sí, por cierto, un conocido y atrevido delirio.

Si la elección es ética es por la implicación consigo misma. Podría ser estética, como generalmente es, pero ello serviría más bien para comprender la distinción entre ética y estética. La estética está sujeta al mundo; es, en su implicación humana y social, la moral; es una forma objetiva determinada, no una elección. Muy al contrario, la ética nos implica en la indeterminación de la elección, se implica ella al darse a sí, al emerger del borde de su limitación. Los valores objetivos son ajenos y no propios, se pretenden en sí conforme al delirio de su objetividad. La ética los hace comprometidos y comprensivos, de esta manera, es un reencuentro no del sujeto, sino de la posibilidad consigo misma.

La moral, el sustento de la sociología, es, como se ha visto, objetiva y ajena, no nos implica sino que nos precipita. La conciencia del efecto, o sea, la ética, es lo propio que reconoce suyo en lo que lo hace continuo con otro, es decir, un desensimismamiento.


Esta reflexión podría llevarnos al condicionamiento social de la moral y al efecto solidario, y a la postura contraria.

La moral gira alrededor de las elecciones ya establecidas, las que forman parte de un catálogo que representa normativamente lo social. La inmoralidad innata del hombre parece estar compensada con su dificultad para hacer problemática la acción. Lo problemático es enemigo de lo vago, y la acción es vaga por definición. La moral normativa, es decir, la que se impone y trata de arreglar la conducta a ese respecto, cumple su función retrospectivamente, hace que las acciones sean acogidas en su conformidad con su expectativa. El trueque consiste en que las entiende como las mismas y no distintas; su olvido de la síntesis reproduce su incapacidad para ajustarse al cambio que emerge, el discurso de la novedad. Se trata de efectos no contenidos, nuevos, que sólo podemos comprender en su adecuación y no en la mera reproducción de su retraso. La solución del ajuste no está en lo incondicional, en la reproducción de un delirio, sino en el ejercicio que coge el ritmo del movimiento para evitar la diferencia del compás.

La acción inmoral es significativa pues es una variación que ayuda a ajustar el margen que lo separa de la moral, de la acción fijada. En sociología no hay acciones en sí o incondicionales e independientes de las circunstancias. Su situación, lejos de indeterminar la acción, ayuda a su comprensión, el terreno de su racionalidad, que, en lugar de tomar la acción por su determinación, se hace partícipe de ella, se implica desde su conciencia y ayuda a ubicarla en su ajuste. La determinación de la acción, su pereza, es expectativa de la sociobiología, neurociencia y demás delirios volcados y viciados en el cauce reproductor de la acción.

El tremendo error del carácter definitorio del enfoque causal hace una traición continua a su espíritu filosófico al asegurarse su modelo de reproducción a costa de restringir las condiciones de su definición. Sabe repitiendo lo que sabe y no alumbrando las nuevas posibilidades abiertas al conocimiento.

No hay duda que el agotamiento de la acción es debido a la incomprensión que se hace de ella al tomarla como algo plano y seco cuando es rico y diverso. La incondicionalidad de la diversidad en el espíritu dogmático y necio del cientificismo ata el problema recreando un seguro ontológico que le niega lugar, posibilidad de expresión ante la importancia y el reclamo de la urgencia, que, conviene recordar, sigue el curso de la inmediación ética.

Entre la inmediación y la mediación surge lo que ha de ser mediado. La pretensión de tomar cualquiera de estos dos momentos como tales, vaciarlos del contenido que los amplía, es restringirlos al encierro de su soledad, la privativa y monadológica cosa en sí que delirantemente nos niega con los que nos tienta. Con Freud, la oscura atracción de la prohibición.



Contrariamente a las teorías que toman la solidaridad como un efecto no sólo inmediato sino conservador, conviene ver la solidaridad como un efecto no lineal sino sintético respecto de la orientación que es característico en ella, la social. Nada más crispante y auténticamente inmoral que la legislación incondicinalmente a priori de la actividad humana. Si en la ética podemos hacernos sutilmente casos individuales, ese extravío en lo social no tiene sentido o, si se prefiere así, lo indetermina. En la moral no son las leyes naturales sino las de los hombres que las escriben. La ordenación conforme al delirio legislador, esencialmente dominante, se precipita en su suposición de verdad y negación u olvido –falta se conciencia- de la importancia de la diferencia.

La lógica de la diferencia, es decir, el movimiento dialéctico, hace posible la lógica del aumento de conocimiento. La diferencia, en términos de conciencia, es un movimiento lógico, impulsa a la razón a no ser vaga sino a adaptarse a su nueva situación. El movimiento social, o, más cabalmente, el cambio social, se hace vacío en la pretensión universalista que hace oídos sordos ante la urgencia de la adecuación a las nuevas condiciones, algo paradigmático en las sociedades ultramodernas (deslocalización de la experiencia, crisis del modelo económico, fluidez de la información cercana a lo instantáneo, nuevas formas colectivas de violencia, sexualidad pública, etc, etc.).

El orden del hombre está, en cierto modo, adaptado a lo que le es dado. Su suposición no es más que un momento que se hace problemático en cuanto es variado en su conciencia; se hace infinitamente complejo. La moral es un indicador del grado de solidaridad de un grupo. Nos habla de si hay integración entre las diferencias.


miércoles, 26 de noviembre de 2008

La normalización social del tiempo

Cuando hablábamos de los objetos del tiempo nos dirigíamos a ellos como determinantes del tiempo en su cauce de acción social. Los objetos del tiempo hacían el tiempo suyo en su imposición; eran, dicho así, obstáculos temporales.

El tiempo social forma parte decisivamente de la configuración de la acción social, está puesto y sobre él nos desplegamos, o desplegamos nuestra capacidad de tiempo. Los objetos del tiempo son más tiempo de su determinación que de nuestra elección. Nos hacen formar parte de ellos en su recreo, en su discurso se participa con ellos.

El tiempo no es una condición que se pueda usar a antojo, sino más bien explica la limitación que nos presenta, su negatividad o estilo de determinación. No podemos sustraernos al tiempo en la realidad social porque el marco temporal no es sólo una forma a priori inteligible, sino que es por donde cursamos con nuestra capacidad de tiempo. Visto así, el tiempo es objeto de uso.

Conviene advertir que el uso del tiempo no es una arbitrariedad individual, al igual que la mayoría de las entidades sociales, su importancia se entiende más en su condición social que individual. Ya hemos visto que el significado individual en la acción social no es relevante salvo que sea significativo, no por su significado propio, sino por el impulso social que lo acompaña. Esta capacidad para sobresalir es lo que le confiere condición de acción social. No es significativo porque sea importante, sino que es importante porque es significativo.

Este aspecto de importancia social como relevancia o carácter sobresaliente es crucial para situar los objetos del tiempo en relación a lo que los hace solidarios. Ya no sólo relevantes y sobresalientes, como hemos dicho, sino en qué sentido relevantes y sobresalientes. El sentido de tiempo que unifica la experiencia social en una forma colectiva con diversidades individuales va a hacer posible el reconocimiento de la posibilidad de significados; no son sólo, pues, significados de cada individuo. Su síntesis surge de aunar las condiciones individuales en la ampliación a la que conduce su significado. La síntesis se hace portadora del sentido y del significado. Esta misma ampliación de uno a otro que posibilita una nueva conciencia ha de ser enmarcada para que mantenga ese carácter de mediadora.

En la mediación del tiempo, entre sus objetos, es necesario el tiempo entendido como normalización. Los significados son posibles en su cauce, y de esa manera son reconocidos. La normalización del tiempo nos vincula con la acción social, a la vez que la posibilita, involucra y hace formar parte de lo común de su significado.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Falta de ética de la expectativa

La expectativa y su implicación son dos momentos distintos que se pueden confundir fácilmente al apresurarnos sobre ellos. La expectativa es una inclinación a hacer una hipótesis inmediata en relación a los objetos que definen nuestra intencionalidad. Si miramos esperamos ver y en la rapidez discursiva de los fenómenos los identificamos como un todo y lo mismo. Nada más lejos de la realidad. Como dije hace semanas, eso no es más que un tosco grosso modo, una aproximación perceptiva que se vive bajo la impresión del fenómeno –la problematización de esa situación es su posibilidad-. La inmediación no perceptiva sino inteligible, en lugar de ilustrar sobre su verdad, no hace sino aclarar en qué reside nuestra noción de continuidad. No es que la verdad condicione el torrente de realidad –fenoménica o inteligible-, sino que no discernimos su diferencia; no está contenida, pero la expectativa siempre es afirmativa, se recrea en un límite ciego. ¡La inmediación es radicalmente irracional!, y todo depende en último término de la inmediación. La conciencia no sabe por definición y menos el cerebro. De saber algo no es saber sino expectativa. El saber se pretende válido hasta en lo que no sabe, todo lo que no sabe y que vela a su conciencia. Lo que hay de más entre el cielo y la tierra es más de lo que hay en nuestra filosofía, principalmente, porque es lo que, en cuanto a posibilidad de conocimiento, no sabe, el pivote del aumento de conocimiento.

La simetría de la expectativa es algo bien distinto de lo que posibilita su conciencia. La conciencia, como ejercicio de desensimismamiento, es la implicación de lo no contenido pero hecho posible en su indeterminación, es decir, su improbabilidad.

La expectativa no sería la ética, sino, contrariamente, la ética seria su conciencia, la indeterminación de la expectativa. El conocimiento no es un orden objetivo ensimismado sino es en su orientación a nosotros. Esa ética no es, pues, objetiva; es orientativa, no un ídolo, sino un objeto a profanar.


En resumen, podremos decir que en la expectativa es característica su falta de conciencia. Su grado de conciencia es algo ajeno a ella, no propio, no se encuentra en una elección sino en una imposición o suposición. La orientación del conocimiento, por el contrario, que determina los órdenes conforme se adecua a su conciencia, es el sentido opuesto al de la expectativa. La expectativa hace su trato con independencia de su conciencia; es, como hemos dicho, ajena. El conocimiento emerge de una manera improbable sobre ella, pues no contiene una elección dada.

La expectativa no entra en la conciencia si no forma parte del carácter de conocimiento. Si es ajena está implicada de manera ciega. No podemos llamar ética a la falta de implicación, sino será ética lo que implica.


La expectativa es un efecto no propio, recrea la inmediación y falsifica al autor. En la mediación se hace de la expectativa un conocimiento que se implica, como se ha visto, no en lo que en ello es objetivo y vago, sino improbable, comprometido y comprensivo, o sea, ético.

El falso orden de Spinoza no era libertad sino incomprensión. En algo tan sencillo como hacerse cargo es importante ver que su hacerse es un proceso que se entiende en su acción y, desde ahí, en su comprensión. No se va por ahí dictaminando y saltando de órdenes estéticos a éticos para confundirlos en el rápido cambio dado a la conciencia. No hay órdenes finales que nos competan. El único orden final que podemos suponer en un verdadero límite es el de la muerte, que se niega en su eliminación, la negación del supuesto de su efectividad; en la comprensión, su emergencia.


Conviene aclarar que la atracción de la expectativa por el conocimiento es similar a la atracción del conocimiento por la expectativa, pues el conocimiento es un valor, como todas las cosas, no suficiente en sí mismo. Su eticidad, como hemos visto, es su desensimismamiento. La posibilidad del desarrollo de ambos es su ruptura, su no identidad, su diferencia. La conciencia se haya asentada en esta posibilidad de alteridad, sea en un plano lógico, perceptivo, neurológico o biológico. En el orden que nos compete, la diferencia es la continuidad con lo otro dirigida intencionalmente desde la conciencia. Ahí sí hay elección.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Expectativa, recreo y urgencia

La expectativa tiene un interés muy especial porque se aproxima a recrear lo que aún no está. Hay expectativa en la visión, el hambre, la respiración o el sonido; y también hay expectativa en el conocimiento, un orden menos volitivo.

La naturaleza de la expectativa la hemos supuesto muchas veces como el idealismo de la verdad. La hemos sofisticado y la hemos hecho expectativa de expectativa. Al hacernos sofisticados con el enjambre teórico parece que hemos reducido su propensión al error. Ya no hablamos de expectativa sino de naturaleza de las cosas, objetividad y condiciones dadas de suyo o a priori.

La expectativa por mucho que espere no tiene un seguro ontológico, no puede ver más allá, su conclusión no está necesariamente contenida en su proposición.

La física moderna en lugar de haber solucionado teóricamente esta cuestión, más bien, la ha hecho más compleja. Donde un orden se ciñe al margen de probabilidad por el que está condicionado aparece su dependencia de otro que rompe la expectativa de permanencia de lo que era tomado ensimismada, optimista y miopemente, por condición objetiva. Ese delirio objetivo, que es sólo suyo en ese lugar inventado por la sofistería que hace uso de él, es el marco que se asienta en su recreo.

El plano de interrelación es tan exageradamente especulativo que su expectativa sólo es sensatamente asentada en lo cotidiano. Las personas de verdad no piensan en términos de mónadas, a prioris, decoherencias o spins, piensan en urgencias cuando les viene su conciencia.

En la sociedad de la precipitación no está en crisis el sujeto escindido o extinguido, sino está suplantado en la falsificación de su conciencia. No puede hacerse cargo porque está puesto bajo un montón de condiciones que lo llevan a su olvido de la urgencia. Sólo un mal mayor lo reclama, y es cuando, entonces, se reconoce en su retraso. Su recreo ha sido su olvido, no su expectativa. O, si lo prefieren así, el objeto sobre el que se precipita.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Confusiones en relación a la conciencia

Como consecuencia de la incomprensión de mis textos e ideas vamos a establecer una distinción crucial entre lo que se toma como consciencia y lo que denomino conciencia.

La consciencia dependiente de la actividad cerebral, una especie de auto-conciencia, es una indeterminación de estados orgánicos que creen ser independientes de su sustento o de los que en ellos es efecto. En términos de Spinoza, es “confundir ser conscientes de los efectos e ignorantes de las causas que los provocan”. Esto tiene su campo de estudio en psicología, fisiología, medicina, etc, etc. En resumen, pretenden determinar los estados psicológicos, o sea, recrear el psicologismo.

Sin duda que esto tiene su interés en filosofía, lo podríamos llamar filosofía de la mente, un tema fascinante. Ahora bien, la conciencia, no la consciencia, es una capacidad lógica de relación que permite la intencionalidad, es decir, hace posible la unidad de representaciones a partir de sus momentos lógicos. Su ejercicio consistirá en reunirlos en torno al proceso en el que se involucra.

La conciencia es una ordenación de la fenomenología que se encuadra en la limitación trascendental de su posibilidad, la suspensión del torrente fenoménico en la recreación lógica de las condiciones mínimas necesarias para ser lógica y no fenoménicamente expresadas, es decir, el conocimiento de estas mismas condiciones se abstrae de sí mismo.

Su tradición se encuentra principalmente en el pensamiento de Edmund Husserl y la escuela fenomenológica que derivó de él. No obstante, mi uso siempre lo he situado en mi interpretación de Kant y mi crítica a la inversión de su determinación en manos de la importante indeterminación de Hegel.

A pesar de que la determinación kantiana, su cuidado, es una orientación científica, la misma no imposibilita la dialéctica de la estética trascendental sino que es la posibilidad de incondicionar su ética, la del conocimiento.

Desde los grados de objetivación de la voluntad de Schopenhauer, la conciencia emerge en su dependencia volitiva, biológica; pero no es una teleología final, sino una ordenación conforme a la posibilidad de su conocimiento, que abre la posibilidad de su reordenamiento.

La pretensión se psicologizar la conciencia por los que critican eso mismo -subjetivismo- sólo exhibe la pobre noción que tienen de estos complejísimos problemas.


Conciencia es desensimismamiento. El enfrentamiento con Hegel: su delirio y vuelta la privacidad monadológica del en sí. De modo que no hay separación del todo de Kant por las condiciones de la acción y su determinación, el cuidado de la profanación. Loco sí, pero no tanto que idiota.

Lo intencional se pone al ser el objeto que busca profanar la conciencia; no es, estrictamente, ni la intencionalidad de Brentano ni la de Husserl que hablan de condiciones psicológicas/fenomenológicas o fenomenológicas/lógicas; son más orientadas a la acción, a su implicación y desensimismamiento. Lo intencional, no la intención -objeto en relación a la voluntad-, estaría en lo “a la mano“ con una configuración de aplicación retornada y no finalizada, suspendida en su orientación. Su indeterminación se dirige a crear su posibilidad, no a indeterminarse en sí.

En un margen definido de acción se sigue un cauce bastante pragmático, pero un pragmatismo desde la inversión de la moral de Kant, sobre la que se pivotea con el contenido de la acción frente a la insuficiencia del imperativo teórico que quiere esquivar las condiciones. Se suspende la acción de su precipitación y se hace menos estética; no es de suyo, sino propio -del ejercicio de la conciencia-; no es el mundo en la conciencia, sino la conciencia en el mundo. Se deja, entonces, el imperativo no en la razón universal, sino en la condición que compromete con la acción. Urge su comprensión.

En mis últimos temas se puede ver que la condición temporal se suspende hasta que se recrea en un límite que se fuerza a su implicación ética, que encuentra su fortaleza en su mayor posibilidad de indeterminación frente a la estética. La condición temporal tampoco es en sí, sólo es su límite, pero su suspensión recrea esa indeterminación que en la ética se hace propia -del ejercicio de la conciencia-. De modo que esa condición temporal se fuerza y no se precipita; se mete la conciencia en ella; la cuerda floja del parto del compromiso que se tiene que revelar en la actualización de las condiciones límite que, poco a poco, no se pueden contener más y agotan ese supuesto infinitesimal hasta crispar la simetría, hasta que se hace asimérica con la perfección de su expectativa, o, si se prefiere así, la imperfección de la expectativa. ¡Se quiebra el orden y emerge la efectividad de lo nuevo!.

La suposición de órdenes cuánticos en la moderna física de la mente es relativo, en su indeterminación, a una complejidad que desvinculamos en nuestra filosofía para no hacer física sino ética. En física no saben nada del conocimiento y se recrean en ese tonto determinismo; se sabe no suficiente, pero insiste en la tautología de su verdad. De nuevo, es la síntesis de la conciencia que emerge en la complejidad del conocimiento.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La seriedad de la teoría social

Hay un importante debate en teoría sociológica que trata de de establecer posiciones definidas en términos ontológicos en donde se tome un marco común de realidad. Se buscan unos conceptos que siempre cuenten con una invariabilidad, de manera que permanezcan más allá del tiempo y las fronteras. Otro debate estudia la problemática discursiva y su transitividad e intransitividad, de manera que la sociedad no es una agencia ciega sino reflexiva. También existe otra línea de problematización de todo ello como ejercicio de interpretación. El fondo filosófico de todo esto es innegable. Si uno lee teoría sociológica va a encontrar que hablan de filosofía en relación con la teoría social, no de ciencia –la epistemología es teoría del conocimiento científico, no cientificismo- . Se habla, le guste o no a alguno, de kantismo, Hegel, historicismo, dialéctica, limitaciones a priori y todas esas cosas que suenan tan extrañas. No se habla de Poincare ni de Bunge y menos de Einstein o Maxwell; pero sí se habla de Weber, Simmel y Marx o de Peirce, Popper o Habermas; si no se habla de ellos sí hablan de sus objetos, ¡problemas!. Las personas que se dedican a esto tratan de problemas epistemológicos y de teoría del conflicto y no hacen perder el tiempo al resto insistiendo en los que debe ser y no es su objeto; es decir, engañarles con lo que se cuece en la sociología seria. No deben pensar que es una frivolidad mía cuando hablo del retraso y su recreo; es, más bien, el pivote de su precipitación. Cuando se habla de racionalidad se habla del cambio de su paradigma y no se sortea con malinterpretaciones de la irracionalidad. El mismo Bunge, el icono de nuestro cientificista, hizo una impresentable declaración de ignorancia y dogmatismo al despreciar la problematización etnometodológica. No olvidemos para quien escribe Bunge, para todos los vagos y chapuceros que prefieren creerse lo que dicen los demás o su realidad antes que afinar sus esquemas y depurar su crítica, o sea, responsabilizarse de crear.

Lejos está de mis intenciones llamar inútil al conocimiento científico, pero sí digo que no todo conocimiento científico tiene orientación social, y así sí puede ser llamado inútil para la sociedad. El problema está en sí guarda o no relación con su urgencia. Ayer mismo un neurofisiólogo hablaba sobre aplicaciones posibles a dar a una cierta estimulación de zonas cerebrales concretas por medio de aplicación de energía electromagnética. No afectaría al cerebro sino sólo al contacto de la bobina con el cráneo, siendo así aplicación no invasiva (no afectaría al cerebro al ser conductor). El potencial de ese chisme parece amplio, pero su mayor potencial es especular, no está claro porque no tiene determinados sus posibles objetos (la definición, recordemos, no dice más de lo que dice; es pura tautología, y así dice verdad cualquiera porque no dice nada más que lo que dice, o, si lo prefieren así, la distinción entre analiticidad y sinteticidad, algo crucial en el proceso social). De hecho, muchas de sus especulaciones abrirían un debate neuro-ético, se limita a lo que define. Llegamos así a la conciencia de la urgencia y no a la indeterminación de la conciencia por el efecto de la ciencia. Y como se ha hablado de reificación, debiéramos recordar que su génesis está en La fenomenología del espíritu y Filosofía del derecho, ambas obras de Hegel con la conciencia y su despliegue como trasfondo que, en su delirio, concibió como asunto de profunda complejidad. En lugar de hacerlo solo especulativo, en lo social tenemos sus formas objetivas y objetivadas.


En el problema del discurso, su afirmación o su negación, se mantiene su problemática, es decir, es inútil obviarla y sí es una diferencia su conocimiento.

El enfoque más sistematizado que quiere poder reducir el problema social a unas condiciones mínimas de máxima validez de su generalidad es, en términos de la urgencia, una irresponsabilidad e insensatez, porque ni la urgencia ayuda a la generalidad ni la generalidad a la urgencia. Por ello tomamos una postura menos ontológica, la cual, en el fondo, reproduce una generalidad de recreación de un mismo historicismo, el de la identidad, que oculta a su conciencia –su falta.

No, pues. El afinamiento de la conciencia posibilita tratar en los términos del trato, no en los de su especulación, sino el de los objetos que condicionan la situación.

El dogmatismo del cientificismo, que en el debate debiera ser expulsado por sólo atender a su forma de diálogo, sólo funciona en su imposición. La libertad de la elección, a la que invierte los términos al imponerles un sentido, dicta en orden a la conformidad que define y no estudia lo que condiciona su definición. Se entrega incondicionalmente a su verdad.

En el discurso asumimos que es un proceso en el que nos vemos implicados. Su responsabilidad está en que se compromete una elección que trata de posibilitar más que dictar.

El sofisma de que si no hay una teoría sobre la que explicar no hay nada que explicar sólo afirma su parte de incondicionalidad, la de su teoría. El innatismo de la ley natural se sabe a sí legitimado por adaptación y no lo que adapta. Como se impone puede establecer en su relación con nosotros su igualdad; hace efectiva su identidad repitiéndola y así haciendo que permanezca, haciéndola permanente.

Su suposición es que su mantenimiento garantiza la reproducción de su bondad, cosa extraña ante cualquier discrepancia. Su libertad, insistimos, es una bonita idea de perfección que habla de sí y no del mundo; es una verdad enlatada, una noción ridícula de verdad que se engaña en cuando piensa que es un objeto que se posee.

Márgenes temporales del ejercicio de la conciencia o sus grados de posibilidad

El efecto del cerebro es su orden primario, primero, donde se producen las cosas, que sólo quien no se entera se atreve a simplificar. ¿Y todo el resto de cosas dadas de suyo con anterioridad y las que la física moderna ha implicado –bien exocerebro, bien mecánica cuántica-? ¿el cerebro es sólo el cerebro?. Existe un orden superior fruto de la actividad del cerebro –si es que seguimos anclados en la estúpida causalidad- que es el que se posibilita a la conciencia; es decir, engloba su mismo efecto, la intencionalidad que dirige y de la que simultáneamente tiene conciencia –ésto, parece, si no falso, al menos, claramente problemático, como se puede ver con facilidad desde mis interpretaciones de las síntesis de la conciencia o mis menciones a Pockett, Libet y Pribram-.

Los márgenes de inmediación y mediación se caracterizan en lo que nos respecta por tres cosas: la inmediación es objeto de la voluntadel cuerpo no tiene conciencia-, la mediación se produce desde su conciencia -la conciencia en fenomenología es algo necesario y lógico- y todo ello es un recreo de retraso y anticipaciónlas redes sinápticas se ajustan en su inmediación hasta que ésta no es necesaria pues la esperan o, si lo prefieren así, son objeto de su expectativa-.

La problematización de la temporalidad de la conciencia ha hecho que la neurociencia determine su temporalidad en función de su respuesta motora y afectiva. La motora se predispone a la acción y la afectiva inmediatiza su noción general. Cuando volvamos a revisar el ridículo orden de Spinoza veremos que los grados de las afecciones se darán no en función de su inmediación sino que implican a la mediación, la revolución de la conciencia y la posibilidad de la emergencia del conocimiento.

Una perspectiva ética de la sociología del conocimiento

La sociología es la traducción del lenguaje de la sociedad que se habla a sí misma, y no es a Dios a quien habla. Como el lenguaje es un medio de expresión muy rápido, se nos reclama conocer el mecanismo de su actualización. Al dirigirse a ella misma, su conciencia es la que encamina, encauza, su actualización.

El lenguaje humano es un fenómeno creativo, vivo, que no reposa sobre el vacío; es decir, es un fenómeno no arbitrario, pero que, no obstante, no está contenido ni comprendido en sí mismo. Que no sea emergente no significa que no pueda serlo; cosa que, más bien, es al revés. Tratamos de sociología y de lenguaje que nos hablan de cómo procede su actualización. El lenguaje social es el moral, es decir, las pautas que orientan las acciones al sentido común de los demás, el sentido que es objeto del sociólogo.

La orientación científica de la moral ya fue apresurada por la prehistórica sociología de Comte, que, en su prisa, definió y no comprendió. Uno no se debe cansar nunca de exigir condiciones a una definición, pues de lo contrario en lugar de entrenar el intelecto y someterlo, uno es entrenado y sometido por la definición. ¡Es la urgencia quien dicta el sentido que debe orientar la definición!, en su conciencia consistirá nuestra profanación.

Durkheim se hizo cargo de la ineptitud del pretendido rigor de su maestro e hizo el cambio sustantivo del objeto moral, su objeto de mediación. Durkheim puso en manos de la sociedad el objeto moral; la sociología era, pues, ciencia de la moral.

El esquema de Durkheim era normalizar ese cauce social y moral. De esa manera, el derecho no era independiente de su reclamo social, era más bien, la sociología del derecho; la educación no era independiente del reclamo educativo, era, más bien, sociología de la educación, etc., etc.

Frente a la normalización y el carácter plástico en su estructura –ni necesidad incondicional ni sinteticidad a priori, sino actualización crítica- hay un dogmatismo que pretende normativizar, imponer normas, y juzgar en función de esa definición. Podremos decir que ese apego a la definición es típico del cientificismo en su curso con arreglo a lo que dictaminó, la sumisión al orden natural, supuesto delirante e inhumano en ciencia moral.

Los defensores del cientificismo hacen una reflexión de este tipo: el mundo es de una determinada manera que el hombre puede conocer conforme la conciba la recta razón; su razón es su perfección, y conforme se aleje de ella recreará el error; al poder conocer la razón de las cosas, reconocerlas en su verdad, podemos tomar como modelo la razón; la recreación de esa ontología de la perfección es nuestro cometido.

Ese universo racional es, como digo, un delirio de la ausencia de razón. Su ejercicio se recrea en la identidad del límite de sus conceptos, afirma la verdad de lo que trata y se la resta a lo que no es idéntico a ella. Ese dogmatismo de condiciones se basa en la bondad de su razón, su excusa para mantener ese orden; pero no se basa en algo que sea su actualización.

No hay duda de que podemos llamar a este delirio mónada moral; encierra tras el perfecto aislamiento de sus ventanas el conjunto infinito de condiciones a tratar, como decimos, el objeto a actualizar.

El encuadre racional de los objetos en su perfección no tiene estricta simetría como condición más allá del mantenimiento de su suposición, como dije el otro día, es la precipitación de abalanzarse sobre las cosas, su apresuramiento, adherirlas a su ordenación no ética, sino estética.

Los objetos de la sociología, en la búsqueda de su actualización, se encuentran en esas condiciones no sólo dadas de suyo en su apariencia, sino en las dadas en su comprensión, lo que rechaza la parcialidad del enfoque causal, el ídolo que condiciona efectivamente la verdad de los que la quieren simplificar.

Un enfoque tan importante como es el casual, reducción a unas condiciones mínimas a priori de relación entre momentos de un proceso, es precipitado al ser limitado efectivamente a su negación de alteridad. Este disparate en la conciencia, no un órgano biológico sino una emergencia del conocimiento, sólo se sintetiza a priori cuando es exigido en su verdad, algo siempre limitado a la bondad de nuestra expectativa o su falta.

La conciencia, que se mueve en cauce ético, no se simplifica para hacerse efectiva, sino que su complejidad es su implicación, la puesta en relación de nuevos órdenes, ahora sí, de mayor complejidad. La ordenación emergente contiene los pasos anteriores, pero los anteriores no contienen los posteriores; si la emergencia es sintética, o sea, nueva, creativa y no recreativa, no está contenida en su pasado, en los términos que la definen.

El orden moral forma parte del ético en un aspecto claro, es carácter de conocimiento; pero emerge sobre ello en un plano aún más complejo, más ético, su interrelación no causal sino inmediata. La comprensión afectiva es inmediata en su efecto –aún no es ética-, pero en su mediación se guía por su elección, la implicación de su conciencia.

Estas reflexiones están sugeridas por la malinterpretación del falso orden de Spinoza. La verdad no está en sus grados sino en su absoluto. Spinoza desproporcionó su orden en la extravagancia geométrica que no comprendida hace ajena su conciencia. No puedo decir que ese orden no pretenda un arreglo de conformidad, pues es lo que pretende, pero su conciencia no es un absoluto, no es una mónada, es un grado que se implica en el conocimiento.

sábado, 15 de noviembre de 2008

La ética de la comprensión

Uno de los problemas cruciales del esquema causal es su noción descomprometida e incomprensiva de lo que toma por su efectividad o, si lo prefieren así, la indeterminación de su proceso en la ausencia de su conciencia. Nos debe sorprender que aun teniendo el don de la conciencia, el fenómeno más complejo que jamás se haya conocido, lo tomemos en su inversión, en el reverso que pretendiendo doblegar se olvida.

Estamos lejos de negar las innegables posibilidades que nos trae la conciencia. Se trata de un ejercicio conveniente en filosofía como cuidado de sí misma, pero se cae con facilidad en la indeterminación conceptual de su objeto. Este ejercicio de suspensión categórica y continuo tránsito de movimiento esencial, atribuido generalmente a la labor especulativa, es indeterminado en su privación, no de la conciencia o la indeterminación, que no son nada por sí mismas, sino del objeto de ese ejercicio. El atontamiento de la crítica a la especulación parece que se fija en el objeto que retrasa y no en el que posibilita, su cuidado.

Es el camino del atontamiento el que conduce no ya a la incomprensión, la que toma por principio por definición, sino a un camino menos sutil como es la mera confusión. Al indeterminar la comprensión y deshacernos de sus objetos negamos no sólo su conciencia –no olvidemos, el proceso- sino el retraso de su efectuación. Al haber confundido la síntesis la recreamos como obstáculo fenomenológico.

El afinamiento de la estética a la ética en su mayor complejidad, donde es necesario la comprensión de los estados efectivos que padece la conciencia, se despliega en un proceso que es en su posibilidad el objeto. Lamentablemente, se toma estas ideas como especulación sin objeto, indeterminación esencial. En el pragmatismo de la conciencia hacemos barridos de búsqueda de posibilidades de lo que tratamos de definir. Su síntesis es problemática por ello mismo, porque emerge en su acción, se hace continuamente nueva por el ejercicio de su conciencia.

Las cabezas huecas que sepan formular esto matemáticamente, como hizo en su día Leibniz, se verán sorprendidas por la infinidad de su proceso. Está claro que esa conciencia es un modo de asalto que no sólo hace las cosas posibles sino se hace posible a sí. La revolución de la posibilidad es más efectual, un pragmatismo sutil pero no ético. Miremos la conciencia dada a sí, su cuidado, y su revolución es una labor no presa de las síntesis del mundo, sino de las condiciones que tomó en su limitación como no límites.

El filósofo que con más claridad concibió esta idea, Hegel, olvidó el cuidado de su profanación; es decir, su atrevimiento fue la violación de la cosa en sí, de la que insensatamente se apropió.

No es la conciencia en el mundo, ni el mundo en la conciencia; la identidad en la que deriva su síntesis es su ejercicio, no su recreo. No ser capaces de lograr esa suspensión nos hace éticamente ciegos, tontos, irresponsables y retrasados. Al padecernos a nosotros mismos nos recreamos, nos creemos, y no nos creamos.


Teniendo en cuenta que ubico la ética en la posibilidad que incondiciona lo real por su síntesis fenomenológica, la indeterminación del ejercicio de la conciencia, estamos invirtiendo lo que alguien ha definido como la falta de relación entre aspectos intelectuales de la conducta y ética. En una línea contraria a la que sigo, se indetermina el ejercicio de la conciencia quitándole el sentido en el que se ve inmerso, negación y olvido de la urgencia. Como quien hace ese tipo de sofistería da toda la importancia a la verdad y a la ciencia, se queda secuestrado en los márgenes que condicionan su estúpida causalidad.

En la conciencia se vive un ensismismamiento que debemos dirigir a su apertura. Nuestra profanación del simismo lo hemos tomado como la bella filosofía, nuestro cuidado y responsabilidad.

Si ejercemos de buenas a primeras lo que definimos y no suspendemos la definición, nos adentramos en un velo continuo. Esta forma de tautología, engañarse a uno mismo y reírse de sí, no es más que necedad.

La conciencia es posibilidad de problematización, ruptura de continuidad y enganche de sentido a su vacío o falta. El curso de su despliegue no es cabalmente incondicional, sino que ese es su efecto. La comprensión, como hemos dicho, no se atasca entre momentos, su recreo analítico no pretende verdad sino como proceso innombrado y sólo especular.

Ante la urgencia emocional, que es una condición límite del recreo volitivo, no hacemos ética sino, en el mejor de los casos, estética pasiva. Es extraño que quien defiende el ridículo orden de Spinoza no haya entendido el sentido de aquella maravillosa ética que Spinoza nos dejó. La filosofía es otra cosa que su definición; es, mejor mirado, su ampliación. Esto no se puede hacer por el camino de su verdad, sino que su arte es más bien aquello que suspende como verdad.

Siguiendo mi crítica a Hegel, la misma que la que hago al cientificismo, su simismo es su falta de conciencia. El cientificismo es lo mismo que la inversión de la cosa en sí kantiana por la perversión del movimiento trascendental. Abalanzarse sobre las cosas es apresurarse sobre ellas, hacerse sujeto del tiempo, es decir, subjetivismo. Eso es estética, no ética.

En varias ocasiones he relacionado a Hegel y el cientificismo, ambos son un delirio. Bunge corrompió, en la cita que traje suya, el crucial problema de la cosa en sí -¡si Kant estaba destapando y posibilitando la epistemología del conocimiento científico!-, y ahora pervierten la ética al condicionarla a una definición.

Está claro que si queremos saber algo de filosofía nos cuidemos primero de no tomar su momento por su proceso. El pragmatismo de la conciencia es necesariamente especular por su filosofía. Su ejercicio es su ética, no su definición. La dialéctica de la negación se presta a hacer lo que Hegel hizo con ella, imposibilitarla, de nuevo, lo que el cientificismo hace. Todo lo contrario a la ética.

viernes, 14 de noviembre de 2008

La mediación e inmediación de la acción

Se ve que seguimos anclados en el límite de la definición, y no entiendo cómo con ese tipo de herramientas podemos decir que necesitamos ciencia o que la filosofía necesita ciencia. Al revés, necesitamos más filosofía que nunca pues nos hemos extraviado, al modo del perderse de serg, pero en el sentido al que él se dirigía. En la misma línea que suscitó esa idea, fue Ortega el que propuso la imagen de la filosofía como adentrase en un pozo de inmensa profundidad.

El estado emocional, mejor llamado afectivo, es una respuesta inmediata de cierta actividad. Se crea un estado de posibilidad de respuesta al otro, una moralidad en sí misma. Como comenté sobre ciertas neuronas especialmente empáticas, actúan con una conciencia del otro no motora, sólo afectiva, de manera que es una realidad de interrelación y no mero sufrir el padecer de otro. No es una ética de los buenos ni de primacías apresuradas, es una ética de la inmediación, una dirección sin conciencia o volitiva que urge al filósofo y no sólo a la rata de laboratorio con sus neuronas puestas en sus resonancias. En el momento en el que involucramos cierta conciencia en ese proceso lo modificamos intencionalmente. La inmediación tiene cierto grado de conciencia también, no es una causa libre que surge sin voluntad, pero es asunto para los biólogos o sociobiólogos. Su ética no tiene interés sino en el orden menos ético, el que menos nos incumbe. Siguiendo la profunda intuición de Simmel de hace un siglo, todo lo que no es ciencia de la naturaleza es ciencia social. El proceso de la ética que involucra su conciencia es el que se recrea en la mediación, la que vive la diferencia como otro orden de continuidad. Son órdenes superiores que no son independientes de los inferiores, sino de ellos surgen, es decir, no del vacío.

El orden de Spinoza es malinterpretado por los que ven lo que quieren ver, un ejercicio muy común de la falta de conciencia. Al darse ésta por grados debemos vigilar los que se hacen más posibles, más indeterminados. Los grados de la conciencia son la problematización del mismo orden de Spinoza en los términos que exponía y limitaba. Poca conciencia es su no comprensión.

La orientación de la voluntad común es objeto que anda a ciegas, perdido en su mundo de actualización inmediata. Fue, de nuevo, Simmel quien se fijó en lo colectivo de la voluntad, esa orientación positiva al otro. Pero nunca obvió la diferencia. Lo que ocurre en el cerebro ante otro es ajeno, no ético; el conocimiento, en su emergencia, se purga en la pulsión de ese objeto o su orientación. Si queremos tomar todo esto en sí mismo, no olvidemos que es ciego; su limitación ética es el cuidado de su profanación.

Los cuentos de viejas de simetrías de conciencia y actividad cerebral son un bochorno filosófico típico del quien toma estas cosas de buenas a primeras sin casi pensar. De esa manera, vivamos la inmediación y dejemos la ética a los que quieren dictarla, en un buen festín de olvido de la filosofía; es el mejor camino para hacer una inmensa chapuza. Eliminen la conciencia y se asegurarán su retraso y su recreación.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Límites de la sociología del conocimiento

En días pasados comentamos la relevancia de algunas de las ideas de las personas de verdad y su relación con la verdad de la ciencia. El cientificismo en su típica inclinación da por supuesto que todo el mundo es su mundo y que su verdad es la que interesa a todo el mundo. Desde lo que llamaremos sociología del conocimiento hemos de decir que si bien la verdad de la ciencia sí tiene cierto lugar en la ideología social es claramente falso que ello sea su totalidad, lo que, más bien, es la sociología de la ciencia. No obstante, siempre podremos encontrar casos sin interés sociológico pero que nos ayuden a aclarar la distinción entre realidad sociológica y casuística.

Las ideas típicas que conforman la ideología social atienden sociológicamente a lo que en ellas hay de generalidad o carácter significativo y sobresaliente. No es interesante sociológicamente un desarrollo matemático que sólo entiende un experto o un interesante y novedoso descubrimiento antropológico; lo que sobresale sociológicamente son las ideas que circulan en el cauce social. De ese modo, puede ser mucho más interesante para un adolescente el mundo de los videojuegos que el cogito cartesiano, o para un abogado las modificaciones de leyes que la teoría de la relatividad.

El problema de las ideologías en sentido sociológico se puede ubicar con cierta facilidad desde escritos de Marx y Engels. A pesar de que su sociología era básicamente una sociología del conflicto, no toda sociología considera tal como su elemento fundamental, de manera que el carácter ideológico no siempre atiende a objetos conflictivos. Como se puede comprobar desde Weber, la ideología reside en una cuestión ética, de predisposición típico-ideal. Parte de sus mayores méritos consistieron en hacer tomar conciencia a la reflexión sociológica de la dependencia del proceso de conformación social. La cuestión de los objetos que servían de molde a tal conformación era su modelo de traducción, el ajuste y ubicación del ejercicio su trascendencia, su modelo de aplicación.

El patrón de idealización social de sus objetos atiende a la aplicación dada a ellos y no a su expectativa de relación con su verdad; es decir, su aplicación estará mucho más relacionada con su universo de posibilidad que con el criterio estricto que unos expertos aconsejen. La sociedad, podremos decir, es creadora de sus propias pautas y elecciones; sí es, en este caso sociológico, su referencia como totalidad, es su propio caso.

La expectativa de racionalidad está basada en una esperanza de ajuste a su proposición más que en una conclusión real. El cambio social, uno de los asuntos de mayor importancia para el sociólogo, tiene continuas situaciones que lo urgen a desmitificar la limitación de la metodología racional por su evidente falsedad.

A pesar de que sí tenemos cierta racionalidad y cálculo de fines en nuestro universo social olvidamos con facilidad que confundimos definir el objeto con el objeto que toma la definición. La sociedad pasa por fases de cierta estabilidad donde sus miembros son menos conflictivos, y otras donde el conflicto es su paradigma. Al ser el objeto de la sociología sus problemas y no lo que definen otros por tales, la confusión que antes hemos citado, el mecanismo que se tome como solución será dependiente del mismo proceso de aplicación de donde surgió. Así, los objetos sociales, al conocimiento, son sus propias referencias, en lo que la sociedad despliega su universo de definición de intencionalidades. Puede ser que la admiración por la cultura humanística en una sociedad ceda por el peso que cobre una científico-técnica, o que se vuelva a invertir el proceso por una modificación de los valores asignados. Estos valores son los que no tienen unas categorías a priori que nos indiquen cuál es el lenguaje necesariamente mejor. Algunos pensadores tramposos han conseguido algún éxito en este sentido, pero, por sus propios términos, la sociología del conocimiento no tiene un cauce definido más allá del que sea el social. No caigamos, de nuevo, en la confusión de la definición del objeto; eso no es más que un ingenuo finalismo que exhibe nuestra intención.

La limitación discursiva de todo proceso y su falta de rigurosa necesidad no es lo mismo que la bondad de su propuesta. Habremos de decir, más bien, que es un asunto que debemos, en este sentido, a su justificación social y no a su criterio definido de verdad.


Existe una cita de Shakespeare en la que deslegitima el poder crítico de lo colectivo en favor del conocimiento experto. Se refería al valor de una obra, que no debía ser entendido y diagnosticado por los que nada saben de ello. Decía que mil opiniones vulgares no tenían el más mínimo valor comparadas con una opinión con criterio.

El criterio de lo colectivo, las formas que toma, es sociología del conocimiento. No puede el sociólogo obviar las modas y los criterios superficiales por ser superficiales, pues éstos son no sólo claros lugares referenciales en ciertas situaciones, sino todos significativos. La sociedad tiene poder de significado por sí misma. La orientación al otro, entendida como solidaridad, es un efecto que se hace en su objeto causa; como ya dije, fin en sí mismo.

Con esto no queremos decir que toda sociología sea sociología del conocimiento. Sería una confusión tomarlo por tal, aun cuando gran parte de la legitimación de la sociología pueda ir por ahí, como yo creo que debiera ser. La sociología del conocimiento, como lo dice en su mismo nombre, hace referencia al conocimiento, y el conocimiento en cuanto es abstraído es cuestión fenomenológica. Se hace del objeto del conocimiento una posibilidad que podríamos decir se hace y deshace en él mismo. El conocimiento, pues, se hace objeto.

El gran Shakesperare mitificaba a los expertos del criterio como si fuesen seres alejados de la cotidianidad del gusto. En cierto sentido, el experto se profesionaliza y define su actividad por agrupamiento en un colectivo que lo protege en su gremio. Se ha de diferenciar, cosa muy distinta a elevar. El conocimiento no es superior por su juicio sobre el mismo, así es sólo distinto. Otra cuestión es la problematización de su ordenación. Si conozco bien la habilidad dramática de una obra, su originalidad, estructura y otra colección de detalles puede ser que mi juicio sea más sutil, que mis juicios no sólo se basen en mera cuestión de gusto y pueda argumentar con aquella colección de sutilezas. Pero, generalmente, esos juicios no son estados de gracia sino más bien debidos a un entrenamiento o costumbre que ha hecho posible su realización como virtud. Así la virtud se hace profesión no como posición ética, sino por su dependencia de lo acostumbrado de su trato y conocimiento. Como nos mostró Weber, la razón y el conocimiento no son fines en sí mismos. Lo contrario es, generalmente, su mera justificación, si no falsificación.

En sociología es fundamental la orientación significativa, lo que hace que algo no repose en el vacío, que no se crea propio. En sociología el significado está en su carácter de mediación social. Hay más cauces que el social, sin duda, pero no son entonces el cauce de la sociología, no son su caso.

Fue el mismo Weber quien problematizó fenomenológica e históricamente la acción social. La acción social es la orientación de la acción al sentido de otro, un sentido que debe ser socialmente significativo.

El conocimiento, en este sentido, no es una excepción, sino, más bien, el soporte de su conformación.


Las estructuras que soportan el conocimiento son las que garantizan cierta continuidad en el mismo. El conocimiento no es una loca arbitrariedad que cambie radicalmente sino, más bien, es característico en él hacia lo que está dirigido, que sería entonces su soporte y posibilidad de cambio. El fenómeno del conocimiento suele perder conciencia de donde surgió por la inclinación de la conciencia a tomarse por una totalidad y sólo discriminarse en función de la negatividad a la que está expuesta. Esta cuestión en un esquema perceptual adquiere proporciones inmediatas que no afectan a su conciencia, ya que la inmediación la esquiva y es por lo que es inmediata, donde reside su limitación. Lo que nos interesa es la posibilidad de su mediación, en lo que la conciencia se involucra. Este paso se da en la intencionalidad, es decir, en los objetos a los que la conciencia se dirige. La conciencia fenomenológica no se da en su falta, sino que, en términos de conocimiento, su conciencia es su posibilidad, de manera que la negatividad del conocimiento, su forma de ampliación, es así radicalmente distinta de su modelo de recreación, basado más en la búsqueda de su continuidad que de su diferencia. Esta continuidad en el universo social es el seguro momentáneo de su significado; podrá cambiar, pero será en relación a los objetos que le daban ese carácter de significado.

Tratamos de ser cuidadosos y no hacer de nuestra crítica la misma falta que cometemos; es decir, si criticamos dar un margen absoluto a la definición por el sesgo que la misma hace sobre sus objetos, cuidamos de que el pivote sobre el que definimos no sea apresurado en la definición, sino siempre atienda a lo que define con mayor importancia que su mirada estricta en la definición, o, si lo prefieren así, el carácter ridículo de la verdad.

Esta vacío del movimiento de la definición en lo social, pues, debe atender siempre a los objetos que define y no a la definición. Urge vigilar el cauce donde se da el cambio para lograr no sólo adaptación al mismo, sino posibilitar su comprensión, integrar el cambio como un modo de conciencia y no indeterminación velada. El esquema de simplificación causal donde se establece de buenas a primeras relaciones que se definen más que lo que las define deriva en la reproducción de su falta de agudeza, llamando verdad y ley a lo que indeterminamos y velamos, o sea, el recreo sobre el límite y el apresuramiento de su expresión. En lo social siempre tomamos un margen de generalidad que nos obliga a cuidar que nuestros conceptos no vayan con definiciones retrasadas. Debemos afinar de manera especialmente sensible nuestro esquema conceptual, de forma que, como decimos, el cambio curse por donde hemos puesto su conciencia.

Al ser el concepto el chisme límite sobre el que velamos un cambio que definimos en su modificación no nos queda otra opción que cursar ese cambio como recreo definitorio de su discurso. De nada valen generalidades que pretenden abstraer un cambio sin contemplar su modificación. Ese ejercicio no es abstraerlo, sino negarlo. Los conceptos son unidades que dirigen el sentido a su objeto, pero sobre los que hemos experimentado su olvido, dando por supuesta la verdad del concepto y el recto mantenimiento de su sentido.

En lo social es la conciencia común, el objeto de solidaridad, quien hace de sintetizador, quien integra las diferencias en un modo de objeto de unificación; pero no hay tal cosa cabal como una conciencia común, sino que está mantenida por la continuidad referencial de sus objetos. Esas orientaciones son la comunidad que hace posible que no sean objetos sin más, sino objetos con significado social. Lo propio es una variable significativa en tanto tenga una posibilidad de relación con lo comunitario, que lo haría significativo, insistimos, no por ello, sino por el cauce en el que se orienta.

La solidaridad es el efecto inmediato de unos a otros, pero no surge de buenas a primeras, sino que debe tener predispuesta su expectativa, su sentimiento de posibilidad. Los significados sociales son tantos en una sociedad compleja que deben buscar su propia diferenciación para que, a su vez, puedan ser, a su manera, significativos. Siguiendo las profundas intuiciones sobre el individualismo de Simmel, la diferencia en lo social no es sino una modificación de ello, una variación orientada, igualmente, a lo social. Efectos como la anomia son vacíos de orientación no total, sino especial. El todo significativo es roto en alguna diferencia que se ha desorientado y carece del impuso que lo logra unificar.

El problema temporal de la inmediatez en lo social ya no es sólo inmediatez de efecto sobre la falta de conciencia, como era en un primer impulso a la solidaridad del efecto inmediato al otro, sino se añade como problemática de la inmediatez de lo integrado que requirió de su fijación como expectativa, una expectativa que confía en lo que tiende a reproducir y espera encontrar. Un universo de ontología de confianza que es no es sólo efecto inmediato con independencia de la conciencia, sino es la conciencia social la que ha de haber sido posible con anterioridad. El significado debía de estar ahí para poder ser tomado como expectativa posible. De esta manera se puede ver que la lógica de la anomia es ahí donde se ve efectuada en el vacío. Este movimiento lo hemos producido no sobre la definición de la anomia sino sobre lo que define la anomia.


La conformación de la expectativa es el supuesto del mantenimiento de ciertos estados de cosas. Como dijimos al principio, no residen en una loca arbitrariedad sino al revés, su expectativa y confianza se caracteriza por un orden en su arbitrariedad, el esperado y supuesto que en su estructura se toma como objeto por su efecto. La confianza no es un sentimiento indefinido, sino apunta a un sentido, el que se fijó en su objeto. De modo que los objetos en su modificación serán el molde intencional de su futura expectativa.

El conjunto de objetos sociales crea su red de expectativas en su generalización, en la complejidad de su aplicación y fijación en las conciencias. El sentido social define en su objeto su intención, que agrupa su efecto de solidaridad como lo que puede ser nuestro concepto y su grado de generalización. Los colectivos no son todos iguales, pero es su diferencia la que define ese grado significativo en su posible generalización.


Los objetos que determinan esta estructura de no loca arbitrariedad son los que van a definir el cauce por donde cursa la posibilidad de su conocimiento. Lo social no es sólo un enjambre de mera agrupación ciega. Hemos dicho que su primera solidaridad se encuentra en su inmediatez, pero ese efecto primero no es sino un momento enmarcado en su proceso de socialización, el recorrido social posible de sus objetos en el efecto que los engloba en su unidad de sentido. Pero también hemos hecho ruptura del orden de inmediatez haciendo posible su problematización desde la intencionalidad de la conciencia. La conciencia los ha tomado como objetos a los que se dirige y toman en su aplicación un significado del que dependen para situar en cuanto a ser modelo de acción, es decir, su aplicación fenomenológica.

El conocimiento es un estado final de la conciencia por lo que en él hay de desensimismamiento. El conocimiento es el recorrido final de su ejercicio y su posible objeto de modificación. Lo trascendental es su posibilidad de indeterminación, la que se nos presta como objeto. Nuestros discursos son por sus términos esencialmente indeterminados, en lo que tienen de suyo; pero en su recreación orientada significativamente son deudores de lo que no les es propio, sino que forma parte de esa orientación tomada por objeto, la dirección de su solidaridad.


Como dijimos acerca de Shakespeare, la especialización del crítico no atiende al mismo objeto que el del público general. El crítico con toda su sofistificación tiene su sitio mientras exista un reclamo para él. No hay un tribunal platónico en el que existan las cosas propias con independencia de sus aplicaciones. Las cosas son cosas para algo, y en la sociología del conocimiento son cosas en tanto se las aplica a esa posibilidad de conocimiento, su dimensión de acción social. El modelo que siga el crítico podrá tener cuanto valor pretenda, pero cuanto más se pretenda en sí, en su verdad, tanto más se alejará de lo que le da sentido. El sueño de un estado de perfección ideal es un recreo movido más por la imaginación que despierta el límite que por la existencia de un estado de cosas con independencia de esas mismas cosas; es un supuesto vacío de objeto, esencialmente indeterminado en su limitación.

Debemos identificar la ideología que subyace en nuestros esquemas de conocimiento. Shakespeare no podía hablar de un crítico perfecto para todas las obras y todos los tiempos. Si así lo pretendiese, se debiera saber ridículo para todo caso que se diese en su desconocimiento.

Los modelos de conocimiento no son unos y los definitivos, sino son unos cumpliendo su función. Es distinto el modelo del crítico, como el del científico. Su profesionalización y su arte tienen un deber en su adecuación. Esto no restringe sus parcelas, pero sí las exige compromiso.

El modelo del conocimiento de un adolescente es distinto del de un crítico por su especialidad. El adolescente tiene su jerga significativa como la tiene el crítico. El adolescente, como el crítico, es el expertillo en su mundo, en la definición de su sentido. Si cualquiera de estos expertillos se cree en la primacía del sentido no hace sino confundir su sentido con todo sentido, la presuntuosidad que lo impulsa a echarse sobre las cosas. Esa desmitificación de los sentidos es la que adapta el sociólogo en su orientación social.


En resumen, diremos que la sociología del conocimiento es la estructura de conocimiento en su dependencia de su correlato social, su orientación a lo que le da significado. Su objeto es la crítica de lo que es y supone el conocimiento social, entendido no como conocimiento en tanto que conocimiento, sino en tanto su representación social.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Sobre el falso orden de Spinoza

A pesar de que llevo ya años denunciando el orden falso de Spinoza, hay quien en su fanatismo cierra ojos y oídos a todo lo que suponga una diferencia para ese orden. La acumulación insostenible del gran supuesto de tal orden se ha visto defendido no ya en su universalidad, sino en los casos concebidos para dar por válida tan extravagante teoría. La sabiduría científica de quien nos alumbra con la negación de la filosofía se concede a sí mismo el privilegio de contar no con dónde no vale dicho orden, sino dónde sí vale. Ciencia, entonces. ¡Majaderías!. El criterio que cualquier auténtico científico admitiría como ciencia es, en una descontrolada soberbia, restringido a su conveniencia.

Recordemos, aún así, esa bella frase:

"El orden y conexión de las ideas es el mismo orden y conexión de las cosas" (Spinoza, Ética).

Sin duda, no es la expectativa, sino la diferencia que hace al conocimiento crucial, o, si lo prefieren así, negatividad del conocimiento.

A pesar de que sí hay una apariencia de amoldamiento a la realidad, tal como parece que es, no es sino una aproximación y no una copia a modo de idéntica reproducción. Los redes neuronales hacen incalculables ajustes para poder reproducir su imagen, logrando, en el mejor de los casos, esa grosera copiao; o, si lo prefieren así, la irracionalidad de las síntesis o lo que en ellas es necesariamente ciego.

La extravagancia geométrica de Spinoza es, en cierto modo, similar a la adhesión a esas condiciones que de suyo Kant imponía a las cosas, aquella trampa que en el rápido trueque del efecto de la conciencia ésta suaviza matizando la identidad que busca. No es que lo que esperamos ver sea lo que vemos sino que vemos lo que esperamos; es decir, la cortesía consiste no en esperar las cosas sino en avalanzarse sobre ellas.

Son varias las pruebas realizadas sobre lo tonto que es el cerebro y lo que le cuesta comprender lo que hace en su síntesis.

El curso del científico, por muy purgado que se nos venda, hace lo mismo que el tonto del cerebro. Si, en su obstinación, se sigue con el cacareo, ya se dijo que esa ridícula verdad era toda para él.

No verdad sino conciencia, y ésta que sea de la urgencia.

Del vitalismo de Ortega al de Nietzsche

Ortega fue un filósofo que vivió la ciencia en su decadencia moral, en el olvido de su reclamo histórico, en su falta de urgencia a la comprensión, no ya en ella, sino en lo otro que la sacaba del vacío.

Su herencia de Dilthey, el que dijo el filósofo más importante desde Kant, lo hacía historicista si no fuese por una razón crucial: la figura de la comprensión histórica es claramente una dirección y no una conclusión que lleve a optimismos, sino a ejercer la comprensión como el acto mismo de crear historia.

El poso de vitalismo de Dilthey reside en algo distinto del de Nietzsche. El vitalismo de Niezsche reside en la voluntad de poder, concepto que cobra fuerza, además de en la voluntad ciega de Schopenhauer, en la teoría de Darwin que, en cierto sentido, inmoraliza la otra, algo que ya he defendido como una importante confusión que hace Nietzsche de los momentos éticos de la relación con el otro.

La Historia en Nietzsche no es moralización, como en los historicistas, sino un eterno retorno que parece acercarlo mucho más a la irracionalidad esencial de Schopenhauer que a la estricta historicidad del espíritu que sale de cualquier relación con la filosofía hegeliana. Si Nietzsche criticó duramente a Schopenhauer fue, en mi opinión, para quitárselo de encima; no sólo debía deshacerse de él, sino deshacerse de lo que en el mismo Nietzsche había de Schopenhauer.

Nietzsche fue uno de esos casos raros en filosofía donde aparece un pensador verdaderamente original. No pertenecía ni se debía a ninguna tradición filosófica, sino, en absoluta sintonía con su maestro Schopenhauer, no juzgaba una filosofía por la actualidad filosófica de la misma, sino por lo que él creaba como actualidad, ninguna cosa distinta del verdadero ejercicio de la filosofía. Eso le dio independencia para pensar al margen de idolatrías, en un ejercicio filosófico que lo encumbra en una verdadera superación frente a la esperpéntica superación, ciega, estúpida e indeterminante de Comte.

El hombre se sabía creándose, como suelo decir, no creyéndose. Los zombis y los desalmados, por supuesto, ante el reto estrictamente ético de Nietzsche, no hacen sino palidecer, si es que eso cabe en el estado de recreo de la continua finalidad, la muerte eterna, la negación del eterno retorno. Los chapuceros, encabezados por el espíritu cristiano y la herencia de la metafísica de la identidad, son el ganado que permanece fiel al suelo que le da de comer y al que, en su dependencia, sacralizan.

La evolución de la urgencia a su conciencia

Después de haber comentado la estricta especulación en la que se mueve el péndulo del límite, la raíz en la que emerge el aumento de conocimiento –cosa en sí desvelada al conocimiento-, sucede que la verdad se obstina ante la urgencia; las cosas son como son y no como se las reclama, la descripción verdadera de la situación es lo esencialmente crucial y no lo que en ella es urgente. Pero al no buscar esta verdad el objeto sobre el que pivotear se hace ridícula, se ve a sí, pivote de sí misma, y niega lo que la haría efectual en un pulso real de urgencia.

La concepción de la urgencia tiene una deuda histórica con la filosofía de Schopenhauer y Popper y con la biología.

Relacionar a Schopenhauer con Popper es un capricho que me permito por conocer bien la ética de los dos, un sentido de ética que llama a las condiciones de responsabilidad de la conciencia y sus intrincadas relaciones con cualquier posible objeto de conocimiento, no tanto un conocimiento objetivo e historizable sino esencialmente fenomenológico, mirado en sus condiciones trascendentales de posibilidad.

La urgencia reside en el reclamo y no el recreo. La limitación y su discusión son uno y lo mismo en movimiento, el sentido que en filosofía se tiene de la dialéctica, el objeto del cambio y no Hegel.

La pulsión por la que se orientan los organismos no es sólo una cuestión de aquello que desean o en lo que consiste su apetito, sino lo que en todo él se orienta como urgencia.

Esto desde Wallace o Marx era un principio de crítica instrumental que entonces sólo se intuía como complejo fenomenológico. La evolución orgánica se deshacía en sus objetos y sobre ellos se precipitaba.

El tremendo error de Teilhard fue ver el movimiento del conocimiento como un mero objeto de la evolución de la conciencia y no como la rasgadura y discontinuidad que suponía en sí y para sí, con lo que muchos cientificistas, incluidos algunos conocidos filósofos, tropiezan una y otra vez, y sobre lo que se apresuran y especulan en una pretensión colmada por su delirio u olvido de la bella filosofía.

La urgencia no es independiente de su emergencia, es anterior de un modo que se hace posible desde su conciencia, que se hace desensimismada y mostrada en su intencionalidad; se la echa sobre sus objetos.

Por muchos disparates que se digan en torno a la filosofía de la ciencia, la complejidad que muestra la misma física, la mecánica cuántica exactamente, se decoherentiza alrededor de lo que gira. El pragmatismo de la conciencia hace la revolución no sólo con su conciencia, sino con la intencionalidad de la acción. La acción debe ser vista, como sostengo habitualmente, como un proceso escrupulosamente fenomenológico, en el sentido más especular del mismo.


A la luz del texto de este tema se puede interpretar erróneamente que sugiero a un Wallace marxista. Haciendo historia de la ciencia y no repitiendo o dictando la misma me sorprendí con la heurística que ya Darwin nos cedía de Wallace. He de lamentar que el fanatismo conduzca fácilmente al ombliguismo. Podría decir que la crítica es una muestra de racionalidad mucho más creativa que el sermoneo que anda detrás de las cosas sin descubrirlas. En sintonía con serg y su Ortega es una razón procesual, que recoge la conciencia que genera en la síntesis del discurso que crea.

Las teorías, o ellas como procesos, no son objetos que limiten su relación a una ligera causalidad, la miopía metafísica que los cientificistas han tomado de la física. Las teorías en su avance se remiten históricamente a su objeto en una relación propuesta como lógica y no causal; es a qué se remiten y no a la relación claramente definida, la que buscan agotar. Esta dependencia es formal y, por lo tanto, objeto a profanar, vigilando, claro está, que no olvidemos de su cuidado. Si pensásemos que Darwin llegó un buen día con sus ideas propias y originales e hizo su obra estaríamos viendo cómo nos parecen las cosas por una relación causal más bien ingenua. En el conocimiento hay muy poquita creación y debe ser determinada en el cuidado de su indeterminación.

Los cientificistas se han colocado en el puesto fronterizo y son ellos quienes comprueban el tráfico de la verdad. He retomado la cita que hice el año pasado sobre la anticipación instrumental de Wallace y Marx. Me sorprende que no digo mucho más de lo que digo ahora, lo que debiera ser la prueba de que alguien no se entera.

Sé que mis textos no son siempre claros y no puedo sino pedirles disculpas por ello. Los temas que hago no son un modo de independencia entre ellos sino están claramente dirigidos a que sea posible su crítica. No es mirando pasivamente la pantalla como se debieran entender sino participando en el recreo que proponen. De modo que no se puede pedir ciencia en ellos sino filosofía con muchos más objetos que la ciencia. Aunque la urgencia es un objeto mucho más crucial que el propuesto por la ciencia, pues exige su conciencia y no sólo su finalidad, se ha seguido argumentando de manera crispante con la repetición incansable de que lo que necesitan la filosofía y la sociología es ciencia.

En el texto que les añado verán lo repetitivo que me he vuelto y quién está estorbando con su incompetencia por mucho que se queje de una falta de respeto o presumida fama que no pienso aceptar de buenas a primeras. ¡A los textos!, ellos son los que nos defienden o nos ponen en evidencia.

El texto que abajo reproduzco forma parte de una de las típicas discusiones que mantenía con el Sr. Zigrino cuando tenía la cortesía de dirigirme a él. Forma parte de un tema que abrí para problematizar la discusión, pues ésta y no su finalismo es el objeto de la crítica.

“No tengo dudas acerca de la enorme relación de la vida económica y nuestras vidas. Es fácil encontrar cientos de índices y correlaciones. Más interesante es ver qué no determina, o qué otras cosas determinan (más condiciones, teorías que reten a su creador: problematizar). Encontrar más lecturas que esa “evolución histórica” o “el advenimiento de la sociedad capitalista” es una forma de problematizar esas inmaduras teleologías. Desde el análisis histórico podemos poner a prueba nuestras teorías como proposiciones. El modelo dialéctico (dialéctica materialista) funcionaba mal por la lógica que asumía. Esa lógica es la que debemos mejorar para que nos sea fiable y pueda ser una herramienta útil. Pero ¿útil para qué? Gente a la que he criticado en estos foros ya hizo una interesante reflexión, pero que, como Habermas y Adorno, no asumen en sus síntesis el continuo replanteamiento y devenir de la realidad (se supone a la reificación validez incondicionada, cuando se defiende que es al revés; proponen lo que afirman como real e ignoran todo lo que lo niega, y llaman a esa lógica especulativa y recalcitrante, dialéctica). Pero el modelo marxista puede fallar e igualmente alumbrar. Pensar que todo ese modelo es malo es hacer lo mismo que criticamos. Marx intuyó perfectamente el instrumentalismo de la “argucia de la razón” de Hegel. Por esa misma época la biología (Wallace, citado por Darwin) mostraba ciertos finalismos en el hombre como creador de instrumentos en lugar de miembros u órganos. Sigo siendo muy contrario a Hegel, mas creo que esta reflexión de Marx está inspirada en su Fenomenología del espíritu (el libro más importante de la filosofía, según Marx). No obstante, cuando se escribió La ideología alemana, Marx no estaba en su momento más hegeliano).

Desde el replanteamiento desde la conciencia, la realidad no tiene forma ideal sino objetivamente real. Mis teorías sobre la realidad no están en el mundo de Platón, ni en el de las leyes de la economía (para mí eso no son leyes), sino en el mismo lugar donde cobran sentido, a qué se remiten y cómo se remiten; lo que llamo el qué pensar de Popper. No niego la validez de los objetos ideales que prestan sus formas a nuestro mundo de sombras y espejismos, sino que parece que sin nuestro mundo son estériles, vacías. Que los momentos no cesen de insistir y no sean fundamentalmente reducibles a evidencias, debiera llevarnos a proponer un orden del hombre que se ajuste al mismo y lo mantenga frente al inmanente devenir (esto es la en la Crítica de la razón práctica de Kant, que es más antropología que su Antropología en sentido práctico). La armonía preestablecida de Leibniz es la misma proposición del orden implicado de Bohm (Leibniz hablaba de principio de continuidad), que es un mucho más determinado que la dialéctica materialista, pero es que Bohm era un entusiasta de la Lógica de Hegel, y Marx dio un gran paso desde Hegel.”

Texto citado de Poner condiciones a la realidad.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Verdades solitarias

Hay una postura en el mundo filosófico que sostiene que su objeto ha de ser el de la ciencia. Esta postura en términos analíticos, en su verdad, viene a decir “este caballo es blanco y su verdad es que es blanco”. Cualquiera puede ver que es una afirmación verdadera, y, también, que es muy infantil, no dice nada. Que diga algo más es la expectativa sintética, lo que en otras palabras, podríamos decir como la proposición aplicada a una relación en la que se desenvuelve, por la que cursa, logrando un efecto no lineal. La síntesis consiste en establecer una relación de términos tal que lo relacionado consigue un efecto que no estaba contenido en la definición de las partes; podemos decir que de la relación emerge algo que no estaba.

Esta distinción entre analicidad y sinseticidad es crucial en la actual reflexión filosófica. La filosofía no está vendida a la verdad, que ha descubierto tremendos peligros para hacerla ridícula, sino se urge a mirarse en las relaciones que mantiene, a comprender su actividad allí donde se la reclama.

Doy por supuesto que la filosofía es un requisito crucial para la ciencia, para que se comprenda a sí misma, para que comprenda qué hace más allá de su mera actividad, para que se entienda consigo misma en su actividad y lo que ello significa. Sin filosofía la ciencia es ciega, no sabe ni por qué hace lo que hace, su metodología y epistemología, ni el sentido que va más allá de ella, su comprensión.

Seguimos leyendo obstinadamente una exigencia de analiticidad de la filosofía, a pesar de que ésta ya cuenta con una rama destinada a ella, la filosofía analítica. Se exige, no obstante, a la filosofía miras de cientificidad, que se haga científica. Como es habitual en el discurso cientificista, discurso de burocracia científica y de ninguna manera filosofía, los males de la filosofía vienen por lo que tiene de lejanía con la ciencia. Por ese camino poco queda para no decir más filosofía y decir sólo ciencia. Lástima que lo que le falta a esa proposición es lo que la hace sintética, lo que la hace decir algo, lo que la da sentido y no la hace ridícula.

El cientificismo no tiene ningún prestigio en filosofía porque va destinado a gente que vive de la ciencia y odia la filosofía. Generalmente, a esa gente la filosofía le es ajena porque la ven seca. Lo que en Lakatos era pobre de la filosofía sin ciencia. Por muchos méritos que acepte a Lakatos, estoy totalmente en contra de una proposición que diga que la filosofía tiene necesidad de ciencia. No; tiene necesidad de urgencia, no de ciencia. Como dije, en filosofía, la ciencia cabe, lo que no significa que haya de ser su preferida ni su primacía.

Dados los enfoques teleológicos y su tendencia a la especulación con el porvenir, la ciencia termina siendo la conclusión de la filosofía. Las teleologías son válidas mientras vayan encaminadas, determinadas a su dirección; son especulativas cuando van indeterminadas, la pretensión de toda teleología científica que argumenta en el límite de su razón, especula con su finalidad, lo que propone como fin sin conocerlo, pero pretendiendo condicionarlo. Su vuelta al giro analítico típico de la ridiculez de la verdad.

Por los términos de su posibilidad hablaríamos de cálculo de probabilidades, que empieza a romper la rigidez de la necesidad. Una vez extendido el criterio, o muy amplificado, las relaciones forman parte de otras por las que son condicionadas y así siguiendo en su aumento de conocimiento. Este sesgo del aumento de conocimiento, básicamente prudencia o atrevimiento científico, parece ser obviado como motivo y es considerado, a secas, expectativa de racionalidad.

Los méritos de la ciencia no es lo que discute la filosofía, sino que saque los pies de su tiesto diciendo lo que ha de ser esa actividad.

Una importante controversia filosófica del pasado del pasado siglo, entre Carnap y Quine, fue la demarcación entre analiticidad y sinteticidad. Lo analítico vive su recreo de verdad y lo sintético lo pone en aplicación. En mi opinión, no hay uno sin lo otro, lo que lleva a la confusión del que se sienta en la posición que exige primacías.

Es el ejercicio de incomprensión el que corrompe el proceso con sus delirantes primacías. Era muy habitual en cierta escuela filosófica del S.XIX encabezada por el filósofo del delirio, Hegel; Comte, en ese siglo, hizo más de lo mismo; y ahora, los cientificistas, se suman al mismo olvido, el del cuidado de la filosofía.

martes, 4 de noviembre de 2008

El desenlace irracional de las teorías y su recreación

La conciencia especulativa, la posibilidad del curso de unas ideas a otras, sucede con todo lo que ese curso proporciona y lo que de él se integra.

Una de las mayores insensateces del mal del cientificismo es presumir que el efecto de su idolología, las teorías que conforman su creencia ideológica, termina ejerciendo una verdad en las vidas de las personas de verdad tan grande como en ellos, zombis inhumanos y desalmados recreadores de la ley natural que creen en la finalidad de esa verdad como un todo con bondad ideológica intrínseca a cargo de su supuesta atracción divina. Esta petición de principio, que las teorías tienen un efecto ideológico conforme a su grado de verdad, es el mismo supuesto absurdo que el repetidamente denunciado como el falso orden de Spinoza, que consiste, básicamente, en exigir al orden del mundo una simetría con arreglo a unos cánones límite de la razón. De esa manera, no sólo se presume lograr racionalizar la experiencia posible, el efecto espejo que tan irracionales nos hace, sino atenazar la experiencia libre, espontánea o causa suya, llamándola libre y racional conforme a ella, a una racionalidad que dicen hace libres a costa de aceptarla. De nuevo, es la razón la definición y no lo que la define. Una tergiversación perversa de la razón y la libertad. Llaman razón a la obediencia, creer, y libertad a su sujeción, no crear.

La irracionalidad se basa en la acción no conforme a la razón que las haría racionales, sino conforme a un apetito –actualidad del organismo-, una tradición –como la misma racionalidad u otro sentido propuesto anteriormente-, un estímulo -algo que causa en nosotros una respuesta inmediata- o un motivo –algo que causa una respuesta mediata que condiciona la acción en su conciencia-.

Las decisiones humanas se han caracterizado desde nuestros primeros tiempos por ser esencialmente irracionales. Podemos actuar conforme a un fin, la expectativa teleológica de racionalidad, lo que no elimina la posibilidad de que nuestras decisiones caigan en momentos irracionales. Al ser la conciencia un fenómeno tardío, sintetizado en un retraso, su expectativa es necesariamente irracional, pues no sabe qué será lo que de aquel orden esperado se mantendrá. Es siempre irracional porque siempre puede ser que algo no cuadre.

Este último giro de forzamiento escéptico pone la carga de prueba en nosotros, en el mismo escepticismo, que es según el radicalismo científico de Popper, el filósofo de la ciencia con más influencia en el S.XX, el sentido con más contenido para las hipótesis científicas. Esa radicalidad, la más importante para determinar qué es o no ciencia, sin chapuzas de burócrata copista, es la que distingue, seriamente, el dominio de la actividad de la ciencia. Aunque Popper, como mostró el texto de trajo serg, u otros más controvertidos que podría traer yo, sí habló de la verdad, nunca la empujó más allá de su carácter necesariamente hipotético.

Popper, uno de los filósofos que más ha influido en mí, paradigma de lo que defiendo de creativo en la ciencia, totalmente opuesto al conservadurismo perezoso, estéril, repetitivo y chapucero, defendía la línea que yo vengo atacando como primacía del sentido, una no necesidad que se hace fuerte en su aceptación; lo contrario, lo no establecido, no es racional, es nuevo, creativo e irracional, un no-contenido y una clara emergencia.

La influencia de las ideas tiene un destino que anticipé en su día como mucho más darwinista –limitando su sentido a lucha por su supervivencia- e irracional que lo que cualquier teleología espera; su esperanza de racionalidad es su temor, y sobre la que construye su ad-hocismo generalizado. Es decir, podemos aceptar las ideas de cualquier manera establecida y no podemos más que especular con su curso. El destino de la ideología científica, por sus propios términos, no esta exento de ello. Es, pues, por muchos afeites con los que se recubra, una irracionalidad. Desde ahí, el cacareo sobre lo que es ciencia es algo bien distinto de su ejercicio. Eso es lo que hace ser chapuza al que niega la filosofía especulativa.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Determinación ética de la urgencia

Uno de los muchos peligros de la filosofía es tomarse a sí por su finalidad, es decir, creerse y no crearse. Si los pasos que damos se orientan sólo a su determinación nuestro ejercicio cae con facilidad, en cuanto se desposee de conciencia, en ser un tropiezo que termina siendo un obstáculo. Las teorías de ese orden del mundo recrean la limitación que dijimos creer haber superado, y no hacemos sino golpearnos con ella, lo que nos hacía no sólo locos sino estúpidos.

El finalismo de la determinación es presuntuoso y ciego. Alumbra con su red óptica tomando sus condiciones infinitesimalmente límites, el soporte de la verdad matemática, por el seguro ontológico de la totalidad, la tontería que niega la ruptura que hace el aumento de conocimiento.

Fue un físico, Roger Penrose, quien dijo que algo debía andar muy mal en nuestra noción de la física, refiriéndose al objeto habitual de mi crítica, la falta de conciencia a la que nos inclina el límite y su recreo. Admiro que su reducción objetiva pueda desacreditar asuntos cruciales de la física moderna, dicho por él como “dicha teoría pudiera dar un giro inesperado a la propia tarea a realizar”. No puedo pretenderme en cocimientos de física que no tengo –digamos que su justificación llevaría a mucho más que un mero experto, siendo yo sólo un diletante-, para eso muestro una teoría atrevida de un tipo de ciencia que no se dedica a desacreditar la filosofía pues tiene algo mejor que contar. Por el contrario, hay quienes siguen atascados con la ética de la actitud característica que, según se revela, se hace más bien estética que ética, y se recrea en una ideología de parvulario que no hace más que cacarear las bendiciones de la ciencia.

Es de entender que aquellos que se presentan como originales nieguen los méritos de los hombres del pasado que nos dejaron el soporte de nuestras teorías, y se las atribuyan mezquina y farsantemente. En lugar de ilustrar con sus méritos, como Historia de la ciencia, hacen de su filosofía la negación de su mismo ejercicio. ¿Cómo pueden quienes, piensan en la historia, tratar nada de propio?. Esa actividad, lo denuncio de nuevo, es ingenuidad y una descarada ignorancia. Pero es el caso que nos ilustran con su descerebrada neurociencia y, al concurso de la urgencia, lo ahogan a base de maquillar la falta de objeto de un porvenir que absurdamente nos adelantan. La comprensión, por el contrario, con la positividad integrada de la urgencia, su sentido inmediato sintetiza, crea, el camino que cursa, no lo niega como su reducción.

Nunca la urgencia ha sido el suelo en sí que asegure la continuidad. Nuestra profanación, como parece, es sólo nuestro cauce de responsabilidad, y ahí nos exigimos en nuestra ética, no la de los infantes, sino la de los que cursan caminos menos determinados. Ese ejercicio ético no es continuar un soporte de bondad, que eso sí es historia, sino es la urgencia de mirar aquello que hemos de adecuar.


El tratamiento que doy a la aprioriedad histórica es lo que es de suyo propio, lo que a ella le pertenece, pero que, aún así, nos presta con generosidad, su legado. Pero podemos hacer el movimiento rápido de la conciencia, el de su falta, y echarnos sobre las cosas falsificando su verdad. Ya saben que el estado de aprioriedad es objeto de nuestra profanación, que he reclamado como nuestro cuidado para que no sea lo que hagamos, en ese trueque, sino de nuevo sacralizar, cambiar sólo de nombre y sitio el problema, y no penetrar en el estado velado a la conciencia.

Es torpeza filosófica andar con casillas, palabras y no problemas. Filosóficamente, es, con sencillez, un curso de ingenuidad que olvida en qué consiste filosofar, la búsqueda del objeto o el desvelamiento del mismo, la creación en su descubrimiento. Como tampoco es el problema el fondo de ello, su límite, una vuelta rápida a una casilla más sutil pero, al fin, casilla, debemos atender a algo más inmediato que lo meramente instantáneo, recreación en la verdad; a algo que sea la positividad del reencuentro con el olvido no de otra esencia sino urgencia. La conciencia emerge en su posibilidad, pero no es un momento asegurado; su cuidado es su actividad, la bella filosofía.

El progreso de la filosofía es algo históricamente indudable salvo que se piense que ese proceso es algo distinto a una actividad en círculo, pero no como un regreso circular a lo mismo, sino como lo mismo otra vez posible de una nueva manera en donde hagamos del círculo no una actividad formal sino del descubrimiento de lo que desvelamos, el desensimismamiento. Las posibilidades son finales sólo a los ojos que ven en ellas agotamiento, su propio agotamiento.

No sé quién les habrá dicho a los cientificistas que no necesitan filosofía, o que lo suyo es una filosofía científica. Quieren a la filosofía ciencia en una monstruosa insensatez que, al olvidar el sesgo de su proceso, se enorgullece de su falta. Sus méritos claros y distintos, la nouménica, incondicional y terrible verdad, es la tira por la borda de la nueva pulsión de posibilidad. ¿Cuándo, en el universo, se ha dado por finalizada una urgencia? ¿en los límites de su juicio?. Quien juzga, no lo olvidemos, es el sujeto, al que ellos desprecian como reclamo general o condicionado a su ética. Su ciencia atinará casualmente a su urgencia, en esa modalidad de su causalidad, si es que somos filosóficamente poco exigentes. Su enredo epistemológico y tecnificado no es sino su recreo, su circularidad, más de lo mismo; solucionan el momento y no lo engloban en un proceso y, cuando lo hacen, entienden la ética como política legislada conforme a esa inhumana verdad o esa, absolutamente ridícicula, primacía el sentido.

No sólo bestial, dijimos, sino monstruo. Quien empeñó su ética por el mantenimiento de su credo, despreciando nuestra actividad en su objeto, falsificó, en la poca finura de su ciencia del desligue, el objeto con mi sujeto, o sea, qué con quién, y su sujeto con mi objeto, o sea, quién con qué. En ello consiste la primera falta en el ejercicio de la comprensión. Conciencia de ello es el grado en que hacemos posible su distinción, la de la obra de quién la crea, que referí como el compromiso del autor. No es conciencia que me haga consciente, sino que haga su posibilidad.

domingo, 2 de noviembre de 2008

La urgencia especulativa de la comprensión

El mero confundir la actividad de la filosofía, insisto, actividad básicamente esencial e indeterminada, con sus términos, su conclusión, supone no más que mover de sitio las fichas de un tablero y definir la realidad conforme a esa limitación (como 2 y 2 son 4, 2 y 2 son cuatro; ¡genial!). Como bien se debiera saber, la especulación, o sea, toda actividad que mueva ficha, sobre ese límite, su indeterminación, es, en su conciencia, su salto y su emergencia. Tal y como sostengo, es la urgencia el elemento a profanar para poder, en esa aproriedad del orden, hacer el gran salto, de lo determinado a lo indeterminado y de lo indeterminado a lo determinado, la posibilidad del relleno sobre lo que era vacío. La actividad no es sino la sucesión de los momentos del proceso. Que pensemos cómo nombrar dicha actividad no es la solución al problema que urge, es su incomprensión.

Nadie con sensatez y conciencia cae en pensar que un problema esté mostrado y, menos aún, solucionado por haber sido mentado, escrito o teorizado. Atrevimientos especulativos como el de la urgencia nos reclaman a no caer en la fanfarronería propia del que recrea apresuradamente su falta de conciencia. Es así como uno no sólo se cree, y no se crea, sino se engaña a sí, en esa ridícula verdad, tratando de engañar a los demás en el retraso de su generalización.