Lejos está de mis intenciones llamar inútil al conocimiento científico, pero sí digo que no todo conocimiento científico tiene orientación social, y así sí puede ser llamado inútil para la sociedad. El problema está en sí guarda o no relación con su urgencia. Ayer mismo un neurofisiólogo hablaba sobre aplicaciones posibles a dar a una cierta estimulación de zonas cerebrales concretas por medio de aplicación de energía electromagnética. No afectaría al cerebro sino sólo al contacto de la bobina con el cráneo, siendo así aplicación no invasiva (no afectaría al cerebro al ser conductor). El potencial de ese chisme parece amplio, pero su mayor potencial es especular, no está claro porque no tiene determinados sus posibles objetos (la definición, recordemos, no dice más de lo que dice; es pura tautología, y así dice verdad cualquiera porque no dice nada más que lo que dice, o, si lo prefieren así, la distinción entre analiticidad y sinteticidad, algo crucial en el proceso social). De hecho, muchas de sus especulaciones abrirían un debate neuro-ético, se limita a lo que define. Llegamos así a la conciencia de la urgencia y no a la indeterminación de la conciencia por el efecto de la ciencia. Y como se ha hablado de reificación, debiéramos recordar que su génesis está en La fenomenología del espíritu y Filosofía del derecho, ambas obras de Hegel con la conciencia y su despliegue como trasfondo que, en su delirio, concibió como asunto de profunda complejidad. En lugar de hacerlo solo especulativo, en lo social tenemos sus formas objetivas y objetivadas.
En el problema del discurso, su afirmación o su negación, se mantiene su problemática, es decir, es inútil obviarla y sí es una diferencia su conocimiento.
El enfoque más sistematizado que quiere poder reducir el problema social a unas condiciones mínimas de máxima validez de su generalidad es, en términos de la urgencia, una irresponsabilidad e insensatez, porque ni la urgencia ayuda a la generalidad ni la generalidad a la urgencia. Por ello tomamos una postura menos ontológica, la cual, en el fondo, reproduce una generalidad de recreación de un mismo historicismo, el de la identidad, que oculta a su conciencia –su falta.
No, pues. El afinamiento de la conciencia posibilita tratar en los términos del trato, no en los de su especulación, sino el de los objetos que condicionan la situación.
El dogmatismo del cientificismo, que en el debate debiera ser expulsado por sólo atender a su forma de diálogo, sólo funciona en su imposición. La libertad de la elección, a la que invierte los términos al imponerles un sentido, dicta en orden a la conformidad que define y no estudia lo que condiciona su definición. Se entrega incondicionalmente a su verdad.
En el discurso asumimos que es un proceso en el que nos vemos implicados. Su responsabilidad está en que se compromete una elección que trata de posibilitar más que dictar.
El sofisma de que si no hay una teoría sobre la que explicar no hay nada que explicar sólo afirma su parte de incondicionalidad, la de su teoría. El innatismo de la ley natural se sabe a sí legitimado por adaptación y no lo que adapta. Como se impone puede establecer en su relación con nosotros su igualdad; hace efectiva su identidad repitiéndola y así haciendo que permanezca, haciéndola permanente.
Su suposición es que su mantenimiento garantiza la reproducción de su bondad, cosa extraña ante cualquier discrepancia. Su libertad, insistimos, es una bonita idea de perfección que habla de sí y no del mundo; es una verdad enlatada, una noción ridícula de verdad que se engaña en cuando piensa que es un objeto que se posee.
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