miércoles, 19 de noviembre de 2008

Una perspectiva ética de la sociología del conocimiento

La sociología es la traducción del lenguaje de la sociedad que se habla a sí misma, y no es a Dios a quien habla. Como el lenguaje es un medio de expresión muy rápido, se nos reclama conocer el mecanismo de su actualización. Al dirigirse a ella misma, su conciencia es la que encamina, encauza, su actualización.

El lenguaje humano es un fenómeno creativo, vivo, que no reposa sobre el vacío; es decir, es un fenómeno no arbitrario, pero que, no obstante, no está contenido ni comprendido en sí mismo. Que no sea emergente no significa que no pueda serlo; cosa que, más bien, es al revés. Tratamos de sociología y de lenguaje que nos hablan de cómo procede su actualización. El lenguaje social es el moral, es decir, las pautas que orientan las acciones al sentido común de los demás, el sentido que es objeto del sociólogo.

La orientación científica de la moral ya fue apresurada por la prehistórica sociología de Comte, que, en su prisa, definió y no comprendió. Uno no se debe cansar nunca de exigir condiciones a una definición, pues de lo contrario en lugar de entrenar el intelecto y someterlo, uno es entrenado y sometido por la definición. ¡Es la urgencia quien dicta el sentido que debe orientar la definición!, en su conciencia consistirá nuestra profanación.

Durkheim se hizo cargo de la ineptitud del pretendido rigor de su maestro e hizo el cambio sustantivo del objeto moral, su objeto de mediación. Durkheim puso en manos de la sociedad el objeto moral; la sociología era, pues, ciencia de la moral.

El esquema de Durkheim era normalizar ese cauce social y moral. De esa manera, el derecho no era independiente de su reclamo social, era más bien, la sociología del derecho; la educación no era independiente del reclamo educativo, era, más bien, sociología de la educación, etc., etc.

Frente a la normalización y el carácter plástico en su estructura –ni necesidad incondicional ni sinteticidad a priori, sino actualización crítica- hay un dogmatismo que pretende normativizar, imponer normas, y juzgar en función de esa definición. Podremos decir que ese apego a la definición es típico del cientificismo en su curso con arreglo a lo que dictaminó, la sumisión al orden natural, supuesto delirante e inhumano en ciencia moral.

Los defensores del cientificismo hacen una reflexión de este tipo: el mundo es de una determinada manera que el hombre puede conocer conforme la conciba la recta razón; su razón es su perfección, y conforme se aleje de ella recreará el error; al poder conocer la razón de las cosas, reconocerlas en su verdad, podemos tomar como modelo la razón; la recreación de esa ontología de la perfección es nuestro cometido.

Ese universo racional es, como digo, un delirio de la ausencia de razón. Su ejercicio se recrea en la identidad del límite de sus conceptos, afirma la verdad de lo que trata y se la resta a lo que no es idéntico a ella. Ese dogmatismo de condiciones se basa en la bondad de su razón, su excusa para mantener ese orden; pero no se basa en algo que sea su actualización.

No hay duda de que podemos llamar a este delirio mónada moral; encierra tras el perfecto aislamiento de sus ventanas el conjunto infinito de condiciones a tratar, como decimos, el objeto a actualizar.

El encuadre racional de los objetos en su perfección no tiene estricta simetría como condición más allá del mantenimiento de su suposición, como dije el otro día, es la precipitación de abalanzarse sobre las cosas, su apresuramiento, adherirlas a su ordenación no ética, sino estética.

Los objetos de la sociología, en la búsqueda de su actualización, se encuentran en esas condiciones no sólo dadas de suyo en su apariencia, sino en las dadas en su comprensión, lo que rechaza la parcialidad del enfoque causal, el ídolo que condiciona efectivamente la verdad de los que la quieren simplificar.

Un enfoque tan importante como es el casual, reducción a unas condiciones mínimas a priori de relación entre momentos de un proceso, es precipitado al ser limitado efectivamente a su negación de alteridad. Este disparate en la conciencia, no un órgano biológico sino una emergencia del conocimiento, sólo se sintetiza a priori cuando es exigido en su verdad, algo siempre limitado a la bondad de nuestra expectativa o su falta.

La conciencia, que se mueve en cauce ético, no se simplifica para hacerse efectiva, sino que su complejidad es su implicación, la puesta en relación de nuevos órdenes, ahora sí, de mayor complejidad. La ordenación emergente contiene los pasos anteriores, pero los anteriores no contienen los posteriores; si la emergencia es sintética, o sea, nueva, creativa y no recreativa, no está contenida en su pasado, en los términos que la definen.

El orden moral forma parte del ético en un aspecto claro, es carácter de conocimiento; pero emerge sobre ello en un plano aún más complejo, más ético, su interrelación no causal sino inmediata. La comprensión afectiva es inmediata en su efecto –aún no es ética-, pero en su mediación se guía por su elección, la implicación de su conciencia.

Estas reflexiones están sugeridas por la malinterpretación del falso orden de Spinoza. La verdad no está en sus grados sino en su absoluto. Spinoza desproporcionó su orden en la extravagancia geométrica que no comprendida hace ajena su conciencia. No puedo decir que ese orden no pretenda un arreglo de conformidad, pues es lo que pretende, pero su conciencia no es un absoluto, no es una mónada, es un grado que se implica en el conocimiento.

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