jueves, 16 de abril de 2009

La falta de objeto ético

Hace tiempo hice varias críticas a la ideología cientificista, la cual consiste, en resumen, en la suposición de que el mejor mejor de los mundos es al que conduce la ciencia. Un absolutismo historicista para el que toda la historia es la de la verdad de la ciencia. Sus rasgos febriles confunden la precipitación discursiva de su esperanza con la dimensión que urge en sus términos, exactamente lo que la deslegitima éticamente. Su margen es, por su efecto ideológico y consiguiente dependencia fenomenológica, no sólo una actitud idólatra hacia la verdad, sino una distancia que toma con su degenerado roce. Su afectada y falsa presunción científica es, más que ejercicio, mero descaro, si no inhumano cinismo.

La ideología cientificista no sólo cree que su objeto sea la verdad sino que va mucho más lejos al decir cuál ha de ser la ideología de los demás, aquella que erradicará sus males. No sólo era crítica por ser ideología, sino por ser ideología que se abstraía de su mismo ejercicio, es decir, indeterminaba su conciencia; adelantaba el objeto y hacía de su discurso la totalidad de su posible concepción. En términos fenomenológicos, los que competen a la lógica de los fenómenos en los objetos de su conciencia, es una privación de su sentido o su olvido.

La enfermedad del cientificismo se contagia con facilidad, como se ve en la brutalidad típicamente cientificista. Pero la filosofía es su curación.

La filosofía más extendida es el sentido común, aquel que sustrae los excesos y determina la conformidad de su experiencia. El sentido común es, con facilidad, erróneo; pero tiene en sí mismo las condiciones de su aprendizaje. La conciencia, como condición evolutiva de la urgencia, es un paso de crispación ética en el que las cosas modifican su orientación en su elección. La conciencia pasa de ser sólo objeto volitivo a ser objeto de conocimiento. No es de extrañar, pues, que su olvido sea su falta.

Se ha reubicado el nihilismo como crítica filosófica de la falta de urgencia o de la ampliación de los márgenes en los que se desapropia la conciencia. Como consecuencia del fenómeno de la precipitación, se hace de un vacío un cambio propuesto en su efecto de simultaneidad, como un boomerang que vuelve aunque nunca fuese lanzado; es decir, el boomerang, como la hipótesis, se anticipa y crea expectativa.

Se opuso radicalmente la sociología del conocimiento a la de la ciencia en lo que la hace más interesante científicamente, el cuestionamiento de su verdad. La sociología del conocimiento es la estructuración social del conocimiento, su objeto común; y la de la ciencia la estructuración del conocimiento independientemente de lo que es más común en él, o sea, la verdad como su objeto divinizado y no otro objeto, una provocación definitivamente ausente de ética.

La verdad no deja de ser aquella ramera callejera tan idolatrada por los necios hipócritas que no entienden lo propio del discurso pero sí el engaño y recreo al que tan fácilmente van conducidos. El retraso causal, consecuencia de tomar la verdad por objeto, es la negación especulativa de la filosofía, negación de su tiempo y conciencia. La negación de la filosofía, su imposibilidad y olvido, deriva en tomar hipotéticamente, en las condiciones indeterminantes de su discurso, el nihilismo como totalidad del objeto ético; se hace algo ridículo, absurdo y moralmente perverso.


Una de las consecuencias de la comprensión del fenómeno de la precipitación era hacer posible su conciencia. Es claro que la anticipación no es la cosa en sí, que vimos que no era más que su expectativa sin contenido histórico, es decir, ciego de posibilidades en la continuidad de su conciencia, o sea, anticiencia o ciencia seca. La metodología no puede ser la moral universal sino sólo una normalización situacional o relativa a su acción. La cosa en sí no es una cosa absurda como objetivamente dada, el falso delirio teorético -¡objetivo, sin historia ni contenido!- que especula mientras se aleja de su mundo y lo indetermina, o delirante en su privacidad ensimismada cual chisme antifilosófico enviciado en su onanismo, sino que es aproximativa a la concepción de su objeto. No es, pues, un objeto como cosa u objeto sin margen de diversidad, sino que es totalmente relativo bajo la mirada de la conciencia y no absoluto en su ridícula verdad. El cuidado de la conciencia consistía en responsabilizarse del reparo de la inmoralización organizada durante las jornadas de perversión del nuevo tipo de animalidad bestial que indetermina el conocimiento. La ampliación de sus márgenes emerge en la crispación de la novedad con su implicación no contenida, el objeto que amplía, novedad, entonces: la sodomía de la verdad y sus nuevas formas de su sexualidad.

La expectativa no tiene ética; es inmediata y sólo predispone al organismo en sus grados más toscos, aquellos justamente menos éticos, de muy inferior complejidad.

La conciencia emerge a partir de los grados que la hicieron posible, como se ve en la distancia de la conciencia digestiva, respiratoria o, la infinitamente más compleja, conciencia de uno y los demás. Ese espacio que abre la conciencia superior es el que engloba su anterior determinación. El enfoque causal que tan exitoso se ha mostrado en las ciencias naturales y por lo que es, en esencia, historicista e ideológico a costa de su descaro, se descubre, de repente, antitético; crea una situación dialéctica en la misma creación de su conocimiento. Pero el conocimiento no es una perfección monadológica, sino que por su misma lógica se niega a sí mismo, su avance se auto-refuta, se contradice y deshace su historia en una improbable identidad; y, al privarse de conciencia, no se comprende y se precipita sobre su propia indeterminación, lo que en los términos tratados no es sino un vacío o, si acaso, una expectativa. El valor del conocimiento está en su creación y en lo que su posibilidad orienta -¡ética!, ¡ética!-, y no en su figuración o tonto recreo. Niega, de una manera increíblemente necia, el contenido en el que pone sus esperanzas. Como se vio, se desapropia formalizando su falsificación, expectativa de olvido.

La ética tiene poco que ver con los sentimientos de los bondadosos cientificistas que creen que el bien es un término absoluto; son, más que buenos, tontos, muy tontos, y orgullosos, es decir, aún más tontos. En los términos que lo planteo, son ¡tontos a priori!.

Los sentimientos, sin duda, son direcciones o, más bien, recreaciones tumultuosas para la acción del organismo en una identidad amorfa -evolutivamente es esencialmente indeterminada y absolutamente irracional-; pero no la definen más que en sus términos, en la totalidad que determinan como efecto orgánico, y no tratan de su bien ni de su mal, sino del objeto que mueve la voluntad, es decir, un estímulo, motivo o razón, que nunca son absolutos sino se dan en totalidades graduales. La teleología es muy explicativa de lo problemático de su mismo enfoque, un límite absolutamente a priori que la razón colapsa e indetermina; se ha hecho del evolucionismo un vicio científico que en las impúdicas y onanistas costumbres cientificistas ha degenerado en sandez formalista y ciega. Quien crea que es un problema científico y no filosófico no hace sino gramática de idiota. La ciencia sólo se distingue de la filosofía en que es uno de sus momentos, es decir, la ciencia deriva de la filosofía y no es lo que se le atraganta falsificando su historia; la ciencia sin filosofía es ciega porque niega la visión de su objeto, el puerilmente ignorado nihilismo. Está claro que una definición histórica o genética de los términos del conocimiento lleva a problemas esencialmente filosóficos que sólo son científicos en su burocracia. La confusión de los principios básicos de cualquier objeto de conocimiento no es asunto absoluto del científico sino que se le deja algún mero trámite. La filosofía, insisto, comprende la ciencia y no es una condición necesaria para su historia sino una elección, de ahí que urja ética en ella; por el contrario, la ciencia necesita, ¡objetivamente!, de la filosofía para no caer en el ridículo de exigirse en una estúpida verdad que se pone en manos de la irracionalidad. ¡Bestias inhumanas!.

El grado emocional, un sentimiento sutil que predispone el organismo a actuar y no sólo lo precipita como hace el sentimiento, es, sin duda, un paso crucial en el acercamiento a la ética, pero no es su definición, que es el objeto.

El absurdo orden de Spinoza se proclama absurdo no ya desde su creador, sino en su actualización, una condición históricamente a priori. He explicado repetidamente el problema de su límite, pero traeré más aclaraciones que lo hagan aún más absurdo y más incoherente. ¿Ética geométrica, o degeneración del objeto de la conciencia?. Sólo es verdadera en su perfección y sólo si se distancia de la urgencia, la única que históricamente la puede dotar de contenido; es más, incluso en las condiciones anteriores a su historia, las de la inmediación. ¡Que infle de inteligencia la neurociencia descerebrada quien pretenda su comprensión!. Los zapateros venidos a filósofos que airean la no necesidad de filosofía sólo hablan como lo hace un reproductor de audio: emite sonidos que no creó, concibió, ni comprendió; ¡está desalmado en su perfección!.

Entre los cientificistas es costumbre que su descaro exhiba sus chirridos epistemológicos. La teoría de la ciencia, como una conciencia del ejercicio de conocimiento científico, no tiene nada que ver con el cientificismo. Por mucho que pese a los cientificistas, es campo de la filosofía, aunque contribuyan a ella científicos. La teoría de la ciencia, al hacerse ética, se hizo sociología de la ciencia, luego ecología, y así. La ciencia sin conciencia, es decir, sólo ideología, es algo no sólo históricamente catastrófico, sino esencialmente inmoralizante en mi sentido más cabal de maldad, es decir, nihilismo.


Lo emocional no es un recreo abstracto sino inmediato, el afinamiento estético que parece hacer sutil su curso hacia su emergencia en la conciencia, que es donde se hace fenomenológico. La emoción no es el sentimiento; es, más bien, lo que lo engloba en su ampliación.

Hace unas semanas se me planteó algo parecido a esto tuyo y una posible circularidad o falta. Llevo tiempo diferenciando el campo analítico del sintético. No hay falta alguna, y la circularidad no pertenece a la lógica proposicional, sino al objeto mismo, que es quien define la posibilidad de su proposición. Es decir, no es una lógica de mis términos o mis conceptos.

Desde hace años no sigo mucho a Husserl; pero hay, inevitablemente, tópicos. Recuerda, no obstante, que cuando hablo de fenomenología, más que de Husserl y esa fenomenología, hablo de Kant, Peirce y cosas más relacionadas con la ciencia. Lo que ocurre es que si no soy un tragabolas filosóficas, ¿cómo voy a serlo de un fanatismo científico que bien poco interés tiene para un filósofo?.

Si se lee con un poco de atención mis temas se reconoce que mi orientación pragmática no niega la ciencia, sino que la comprende en sus conceptos y no en sus absolutos, o sea, es filosóficamente crítica y no sólo epistemológicamente. En lugar de rendirme ante la irracionalidad del descubrimiento científico hablo de otras cosas.

Mmi interés cuando hablo de sociología no es lo formalmente sociológico sino lo que se hace sociológico independientemente de lo que se conciba por tal en esa disciplina. En muchos de mis temas de los últimos meses se tratan cuestiones sociológicas que no se encontrarán fácilmente en temarios de sociología, pero más allá de ese detalle, no son por ello menos sociológicos (hay un montón de importantísimos sociólogos que te dirían que, aun siendo teoría sociológica, es mucho más sociología que la que se tiene por tal entre quienes no piensan su urgencia). Simmel hacía una sociología muy filosófica y es quizá el sociólogo, dentro de la teoría sociológica clásica, más actual junto a Weber y Marx. ¿Es Filosofía del dinero (1900) sociología que enseñen en la universidad?. No; si acaso, lo comentarán los docentes, generalmente, con opiniones prestadas de quienes sí estudian esas obras. Es sorprendente la cantidad de referencias que hacen a él en los últimos 10 ó 15 años (y no digamos nada respecto a Marx y el actual desastre económico mundial que pone al día su sociología no de primer nivel sino primerísimo). No sólo profundizaba filosóficamente en los objetos de la sociología, sino que su finura no podía no ser sino filosófica. La fuerza del pensamiento no es imitable por ningún chisme artificial, aunque los que carecen de ella lo quisiesen de otra manera. A esos se le da mejor hacer lo que les digan o tratar con cosas como máquinas. Los zapateros no son, generalmente, más que operarios que hacen de su oficio un pequeño arte -artesanos-técnicos y no artistas-creadores-. El verdadero arte crea con desprecio por lo pequeño; el artista sabe que la obra no se mide por su tamaño sino por la profundidad que alcanza.


Desde un enfoque de totalidad, en el más puro sentido de sistema, no veo cómo llamar a las condiciones indeterminantes que persisten en su necedad sino enfermedad; podríamos decir, enfermedad del espíritu o esencial. En los términos de usted, fue propuesto como horizóntico, con sabor de Historia. Son términos para filósofos con suficiente espacio en sus cabezas para tratar con ellos. Quienes carecen de las elegantes formas filosóficas necesarias no ven, en consecuencia, cómo hincar el diente a esa pieza; el tamaño de su historia los desborda. Imagine usted a un escolar que acaba de aprender aritmética básica tratando el movimiento de fluidos y un océano; hay mucha más filosofía que la de sus sueños.

La barbarie estética parece estar en el auto-secuestro entre sus márgenes, es decir, encierro de la cosa en sí y sexualidad con uno mismo, de nuevo, como totalidad. Pero esa es la estética vulgar, la que no crea formas sino que las precipita. En términos más serios, definen casi todo el objeto de mi crítica porque he puesto en su falta mi objeto. Sostengo que la ética no es definible porque su normativización, su imposición de límites, es la moral, que sólo un atontado confunde con la ética, que la comprende. La estética no es la ética, sino que es, justamente, un grado inferior.

En el momento de hablar de crear ética hablamos de arte y las sutilezas y licencias de la trascendencia. A pesar de ser kantiano, hoy en día, mis mayores deudas en este sentido, quizá, son con Oscar Wilde. En lo crucial del tema, sólo a él y a Nietzsche los admiro con sinceridad. El resto no es sino hablar de lo mismo, una y otra vez.

Si bien es cierto que suelo meter la sociología en muchos sitios, éste de aquí, no es el más sociológico, sino su causa. No sé hacer un Husserl pragmático como sí leo a Peirce. Husserl es más hegeliano con las condiciones de trascendencia. Pero el pragmatismo de Peirce es bien poco parecido al vulgar (Hegel es vulgar en tanto su historia era una pretensión objetiva del espíritu absoluto). Lo mismo ha sucedido con la confusión a la que he llevado con el sentido común. Quise hacer la conciencia común relativa de su tiempo vulgar para demarcar, de nuevo, las sociologías del conocimiento y la ciencia en relación a las ideologías, o las presunciones de los expertos con respecto a los legos. El tiempo de la urgencia, al respecto, crea historias paradójicas, y hace una dialéctica curiosa y caprichosamente social. No hay caminos definidos como primacías o aprioreidades, sino que son el objeto que retoma la conciencia en su giro sintético. Aunque, en este tema, sigo a Quine y el margen que lo separa de Popper, si uno pone atención, una buena lectura de Kant abre estos temas. Mire, al respecto, los márgenes que me abre la urgencia al desmarcarme de la tiranía de la verdad, la que, por cierto, no es exactamente lo que crítico, sino su perversión. El problema incondicional de la verdad objetiva no es que se haga límite con su mala interpretación, sino que, en su relación, no se descubra una misma y nueva identidad, una identidad condicionada incondicionalmente (éste es el margen no sólo de Kant, Peirce y Popper, sino de la extramoral de Nietzsche, tan necesaria ante las insuficiencias de la epistemología). La epistemología no es en sí ideológica, sino que se hace así en la negación del cuidado de su ampliación. Negar, a este propósito, el objeto del aumento de conocimiento es alejarse, con descararada idiocia, de la conciencia de su posibilidad.

La reiteración y verborrea, que no le discuto, son parte del juego especulativo como inspiración. Sé que la escalera de Wittgenstein tiene cierta amargura si se busca con desesperación su progreso, pero es que hablamos de filosofía. ¿Quieren verdades?, ¡pues vayan a buscarlas a otra parte!.

Respecto de aquél de quien me habla sólo diré que no hace sino ponerse en evidencia: ensucia la ciencia al hacerla dogmática; se presenta como su promotor y no es sino su fanática vergüenza, por ello llamada cientificismo o cientitis; nos insulta con supuestas faltas que en nada sabe comprender y menos defender; extiende su repetición hasta el paroxismo y no la dirige más que su desorientación; etc, etc. ¿Ciencia?, mera presunción. En eso consiste su provocación en el foro de filosofía.



Se ha estado insistiendo en los márgenes propios y de ampliación. De todos ellos, unos son epistemológicos, una especie de tasa a priori que se ha de pagar. Si se entiende ese sentido epistemológico se hace un proceso –de conocimiento- en el que su analiticidad es una propensión adquirida por la verdad. El pragmatismo la trata, a este respecto, como la ramera que es. Su presunción de ser final no es más que el límite con el que su totalidad se vende embusteramente como flor virginal. Los males venéreos dictarán con fuerza nuestro aprendizaje en relación a su experiencia.

Si bien hay un grado amplio de posibilidades de verdad, también hay una falta de agotamiento en todo lo que no lo es. Las unidades de verdad se abstraen muy bien, pero su analiticidad, su insistencia en que son verdad, se niega a toda la ampliación de su desensimismamiento, con lo que se roza, su auténtica posibilidad sintética. Son un tipo de elección que, al no ser más que en un límite precipitado, condicionado por su tiempo, urge a la comprensión. La comprensión no olvida el cuidado de la conciencia, y deshace los absolutos en sus posibilidades de totalidad. En términos fenomenológicos, en los que interpreto a Kant de manera muy kantiana alejándome de su objeto, hacen síntesis continua como objeto de su propio proceso, es decir, el claro objeto de su continuidad. Las condiciones de su determinación son todas finas, no hay en ellas apenas estética. Son condiciones que, por ser de la conciencia, están predispuestas hacia ella misma; pero sabemos que su tiempo, al ser la síntesis una creación de su uso, se falsea como identidad que ha creado una distancia y, por ello, una ampliación.

Se verá de qué me deshago, en qué no me comprometo, justamente, lo que no comprendo: el delirio del espíritu. Mi punching-bag, o sea, Hegel, no es una manía sin caso, es una herencia de la historia de la filosofía que, en su propio análisis, urge en la historia del objeto de la síntesis. Su fenomenología y su lógica tienen innegable interés por la relación que el espíritu y la historia ponen en la cosa en sí; pero lo que hace es, al apropiarse de ese ejercicio, no comprender los términos de ese mismo proceso. No es nuevo que defiendo que la dialéctica es una lógica que sólo sabe de su historia, y la síntesis no es más que su delirio visionario: ¡las síntesis son todas irracionales!, mi crítica al absurdo orden de Spinoza que hace ridícula la razón en su competencia, es decir, historia, con la urgencia; básicamente, no comprende su proposición al tomarla absolutamente. La historia está condicionada por su tiempo; la urgencia, contrariamente, lo define. Si se comprende esta idea no se puede estar más que con las supuestas irracionalidades de Kuhn y Fayerabend, que, bien miradas, son ejercicios de auténtica racionalidad, es decir, crítica que supere su propensión a sus fines. Si se tiene en cuenta que soy al mernos tan popperiano como kantiano -para mí, Popper es una modalidad moderna de Kant-, la irracionalidad y la racionalidad son sólo problemas en los que su dialéctica no es una mera precipitación, es decir, una negación de su historia. Lejos de negar la continuidad en todo esto, la cabal posibilidad de su conciencia, la comprendemos. La ética no está en chismes que imponen distancias sino en los que posibilitan su cercanía. Si se toma, no obstante, como olvido, es fácil que la ética se confunda, consiguientemente, con la definición de sus términos, un seguro para su incomprensión.

Mi kantismo es en bien poco dogmático. Mi kantismo, que suena más a Peirce que a Kant, es un kantismo casi nietzscheano, un Kant que se lía a tortas con la expresión viciada de su tradición. La complejidad histórica de este asunto amplía el sentido no sólo en una voluntad de poder sino en el arte ético de su comprensión.

Estas cuestiones superan en mucho no sólo el tono general ylo que en anteriores ocasiones se hatratado. Hay un punto en el que cito a maestros sólo para que se pueda rastrear la historia de mis conceptos. Sé que he desconcertado a muchos con mi tendencia a citarlos; pero, además de que es una muestra de gratitud hacia ellos al posibilitárselos a otros, es un recuerdo a priori de que las ideas son en bien poco nuestras. Se me dijo hace unas semanas que esto mismo confundía en ocasiones. Ya le dije entonces que si no se me entendía entiende un problema serio, no porque alguien no se entere, sino porque yo me aleje demasiado y me pierda. Si ligeramente se toma la especulación como determinación de un en sí indeterminado, pero con arreglo a su misma indeterminación, como una delirante contradicción de una incierta identidad, no se presta atención al objeto de mi cuidado. No es de extrañar, pues, que abriese algún tema sobre las confusiones en relación a la conciencia. Mi uso es una complejidad sobre la identidad; no es una emergencia meramente formal, sino, más bien, comprensiva. El cientificismo tiene que decir bien poco en esto. Mire la corrupción de primacía matemática que se hizo al mismo objeto que ponía en duda en mi tema sobre la comprensión. Quien conozca no sólo la fenomenología de la comprensión, sino los asuntos que la ciencia trata de determinar al respecto, convendrá en que la provocación sin objeto no es mi característica, sino la que sufren mis textos: INCOMPRENSION. (Aclaro, ante las confusiones que provoca quien sólo ve mermada su presunción, que la comprensión no es acción en que uno comprenda vulgarmente; comprensión es acción que pone en relación los objetos a los que se está dirigido y, en su posibilidad de apercepción, se orientan conforme al objeto de su continuidad. La otra comprensión, la vulgar, trata de lo que se comprende o no se comprende; es, más bien, una figura del entendimiento. Quiere esto decir que COMPRENDER ES ACCIÓN LÓGICA Y NO PSICOLÓGICA).

No soy de la escuela más comprensiva; estoy en el otro lado. Casi siempre es Kant y no Hegel, Popper y no Heidegger, y Weber y no Dilthey. No se puede obviar que Schopenhauer es crucial para toda mi crítica. Si él no fue un mono leyendo a Kant, ni Popper o Weber a él, ¿por qué iba a ser distinto yo?. No me encojo por saber que los desproporciono: amplío márgenes. Ruego, en este sentido, que no se interprete que mis maestros dijeron algo parecido a lo que yo digo; es, más bien, al contrario. Sí hay una posibilidad crítica, empero, que, como digo, no es la que ellos tomaron. La responsabilidad de lo que escribo es mía.

No puedo sino especular porque defiendo que no hay otra manera de saber. Mi sentido de comprensión es esto mismo, comprender el tiempo del saber, algo que es profundamente relativista y no, por ello, menos cierto. El relativismo es promíscuo, no compite sólo con la verdad, no se contradice sólo con ella; lo que se crítica es la presunción no sólo de una primacía sino de UN SOLO GRAN TERMINO. El vaivén de esa crítica, dogmáticos contra relativistas y relativistas contra dogmáticos, no es más que la gramática de idiota, todo lo contrario de la comprensión



Con inferior me refiero a que se precipita más; y la ética, justamente, es la que permite retomarse, suspender su tiempo y crear la novedad. La ordenación no es a priori sino que su crítica es, de suyo, una creación. De cualquier manera, no se trata de una estética del arte, sino que me refiero a la de los sentidos, es decir, la vulgar. Esto es importante porque la ampliación comprensiva es radicalmente distinta. La estética de los sentidos tiene una trascendencia muy distinta de la sublimación artística; en una se trasciende un objeto con un margen no moral, y el otro cabalmente moral o ético. Su juicio, como está claro, requiere de mucha finura, y no sólo precipitación de moralidad. Recuerde, no obstante, que el margen de lo moral lleva más que la forma moral, el eco de las conciencias por su incomprensión. Mi deuda con Durkheim me pasa factura y, conjuntamente con Peirce y otros extraordinarios sociólogos, hago de lo social lo más significativo, una finalidad en la misma forma de la conciencia del concepto solidario.

Realmente no mezclo a Nietzsche con Durkheim, sino que los amplío en sus insuficiencias. Además de un Nietzsche metafísico leo uno fundamentalmente moral. La defensa de esta crítica está en el propio Nietzsche, en la recurrencia de la crítica a la moral, a las palabras, a los actos o a los sentimientos que los formalizan. El sentido de una crítica objetiva, en términos no sólo de referencias, pide ir siempre un poco más al fondo, precipitar a la inversa, es decir, anticipar aquello que trae el concepto porque es el significado que tiene de suyo y que, por ello, aceptamos ingenuamente: la estupidez de las evidencias. La propiedad de la conciencia se hace un todo en un sentido fenomenológico que, en lo que entiendo, no sacó Nietzsche de Hegel sino de su crítica a un idealismo moralizado en su propia realidad. Su apasionada crítica a Schopenhauer precipita su filosofía hasta su incomprensión.

No se trasciende en el vacío, sin objeto, sino que la voluntad de poder crece, se amplía desde ese suelo, al modo de una fuerza que eleva, que, objetivamente, trasciende. El paso de lo vulgar a lo extraordinario viene no sólo de ir hacia delante o arriba, sino de saber mirar hacia atrás con una nueva mirada. De esta manera, todo siempre tiene una posibilidad olvidada y un nuevo objeto de creación. La voluntad de poder no es voluntad racional, sino reconocimiento nuevo y purificado de la irracionalidad, es decir, aquello que es más propio, esto es, la fuerza vital. ¿Quién demonios asegura la finalidad en las cosas sin imponerlas su muerte?. La voluntad es absoluta, o sea, primera y última; su continuidad no es, entonces, más que su temor.

Además de admirar a Nietzsche, admiro a Peirce y Popper, o sea, a Kant; pero en la hermenéutica, al menos de Gadamer, el sujeto es crucial para la crítica del juicio en relación a la obra. El sujeto en la comprensión se admite porque forma parte de algo, cabalmente, de su historia; pero yo dejo el sujeto con su sexo y me quedo con lo que ha dejado entre márgenes. Sin duda, no hay más que interpretaciones, pero soy en bien poco hegeliano y mi objeto no es en sí. Aunque esto puede abrir mucho debate, estoy con una teoría objetiva del juicio en un sentido muy pragmático. Mi conformismo objetivo se revelará pronto como intensamente revolucionario y del todo inmoral, esto es, no aceptar la moral sino como parte dada y no, por ello, más que objeto a profanar. ¿No he traído un texto de Popper que critica exactamente esto y que podría abrir de nuevo un problema que planteé sobre los campos de la sociologia de la ciencia y la del conocimiento en relación a su síntesis?. Es el tema de las síntesis sociales que, en mi opinión, tienen un alcance bastante caprichoso e irracional. ¿Será la razón, entonces, su salvación?. ¡Ni en broma!. La razón no tiene sexo, y por ello no nos debe inspirar mucha confianza. La urgencia crea, con auténtica fuerza, una distancia. En este punto mi crítica a Nietzsche, a su crítica a la compasión, se hace aceptación por asumir el talante del artista, y por definir, con ello, una disposición radical ante el mundo.

Schopenhauer, para dejar claro que hay muchas distancias entre mis maestros y yo, hizo cierta moralización de los objetos con los que se podía rozar la verdad; con Kant, impuso condiciones universales a las cosas al replegarlas sobre sí mismas.

El derecho a veto de la libertad inteligible es algo tan disparatado que se hace absurdo en la desproporción de su intelección. Las condiciones inteligibles se dan por sentado con un sentido en sí, independiente de las cosas, esto es, noumenalmente, en su más pura verdad; son un sueño pretendidamente material que siempre deja huecos en sus reflejos. La concepción de esta idea la propuse como lo que poco a poco se amplía en su expectativa de uniformidad, y que se niega a la conciencia por ser abstracción de su forma; es decir, no se ve porque se sustrae, no porque no esté. Es una idea que no sólo se demuestra matemáticamente sino que todos tenemos relación con ella todo el tiempo: es el fenómeno de la precipitación. Y los que presumen de ciencia en este sentido sólo prueban que saben bien poco de actualidad científica y que sus presunciones sobre la verdad no son el fondo de la investigación. El alcance de la negatividad, podríamos decir, arrasa como forma a priori de lo restringido del roce con la verdad, lo extraño de la cosa en sí. Cuando hablamos de la verdad, lo primero que debemos hacer el suspenderla para que no sea una forma sin contenido, es decir, vacía, aquello que la hace ridícula.

El mismo Kant que puso sensatez a los delirios especulativos se traicionaba al irresponabilizarse de la carga de sentido. Digamos que pervierte la creación de la síntesis al reducirla al ámbito de determinación científica. A pesar de que se cubrió las espaldas con su límite práctico, se hizo autónomo, es decir, una responsabilidad final. Pero decimos que la falta misma de sentido absoluto de los términos los priva de finalidad absoluta. La responsabilidad es una carga que se indetermina de manos de la racionalidad del derecho, una racionalidad que, según se asume, niega su historia al dictarla. ¿Leyes o ética?, no son lo mismo, sino su incomprensión.

Este relativismo, que no es más que crítica de la naturaleza de la creación, es un asunto peligroso, pero más peligroso aún es negarlo, de ahí la urgencia de la comprensión. Todos sabemos que el enquistamiento causal se hace un dilatador de la crítica filosófica, un vicio sobremanera peligroso. La comprensión, en este sentido, va mucho más allá de la condición causal; se hace ética y no mero eco de idiocia. Negar la historia no es evitar el historicismo, sino más bien ser víctima de él. La comprensión amplía márgenes desde la conciencia de su saber y su tiempo.

La incomprensión en mayúsculas se refiere, básicamente, al olvido del objeto. Mire el título del tema. Desde el principio del mismo defiendo el margen que indetermina la definición en su ampliación. Soy pragmático en ello al hacer conciencia de las fuerzas a representar, pero que por ello mismo no pueden ser una mera definición.

No soy pragmático como un idólatra de la acción sino en un sentido más ético, más de cuidado. A mí Dewey y James me desconcertaron mucho con sus objetos de interes, pero Peirce es de los que para ver algo mira para adentro. No es de extrañar que tuviese en alta estima la ciencia, pero no se dejaba hipnotizar por los fáciles encantos de la verdad. Aquí nos dejamos de ídolos, y hacemos de la verdad un uso. La crítica al cientificismo es, en buena parte, por ser burocrático, como las síntesis sociológicas que se crispan en torno a la verdad.

He aclarado que el uso de objetivo del cientificista no es filosófico ni científico; su uso es de pusilánime de la verdad. Frente a ese conservadurismo me pongo del lado de Nietzsche y Popper.

Se ha cuestionado, gramaticalmente, la concepción de la negatividad. Sinceramente, no sé qué se entiende de ciencia si se toma por absoluta, como nombrar lo innombrable; será, como digo, mera gramática de idiota. El influjo de las palabras es algo casi mítico que suspende, no su tiempo, sino su contenido. ¡Estamos buenos al hablar de esa manera de ciencia!. Mire la ciencia que se saca de Spinoza: sociologia para idiotas. El interés de la falsación no se problematiza como hizo Lakatos, sino que la critica se blinda, hace oidos sordos. Eso es falsificar la cosa en sí respecto a su conciencia, lo contrario de mi sentido de pragmatismo.

Mi objeto lo propongo no en claro sino en proceso especulativo de su acción; en ello consiste la comprensión del tiempo. La comprensión sólo puede tratar con márgenes de tiempo que hace suyos en el ejercicio de su conciencia, y a modo de totalidades y no absolutos. Cuando he referido a la historia y la genética de los términos ha sido en un sentido no causal sino filosófico, similar al la sopa vieja de Vattimo. Ese ensayo sobre la hermenéutica, pero sabe que soy de otra escuela. Con Hegel, Dilthey, Gadamer y toda esa gente, tengo muchas diferencias, aunque también encuentros. Créame que hago esfuerzos por hacerme con ese espíritu, pero la urgencia lo nubla con rapidez y cae de un plumazo el peso del tiempo, es decir, la historia como algo propio. Puede ser que mi pragmatismo haga un tiempo que Nietzsche considerase demasiado estético, pero es sólo un sacrificio para que su significado sea de su propio tiempo, es decir, del que amplía, lo que a usted tanto le gusta de estar a la altura de los tiempos, es decir, hacernos consecuentes o hacer conciencia de la consecuencia.


No sólo es una ingenuidad pensar que el método experimental dice algo por sí mismo sino un cinismo irresponsable, necio consigo mismo; cuando una teoría se ha probado en su verdad, lo que se ha de hacer es ampliarla en su sinteticidad, en la cuerda floja de la posibilidad de su relación. No compete sólo a su experimentación porque no tiene una ética propia.

La verdad nunca puede tener contenido que trate sobre su devenir; es lo que, justamente, sirve de pivote para su delirio. El conocimiento sólo aumenta auténticamente, esto es, en torno a su verdad, cuando se ve determinado, es decir, cuando se sabe equivocado y ampliado en lo que de precipitación y falta de conciencia había en su supuesto saber, que era su comprendido, aun mal comprendido. Hace de su identidad un vacío, una distancia que pretende simétrica con su delirio. Su proposición es precipitación como gramática de idiota. Nada sobre nada, esto es, verdad como contenido propio, sin tiempo, cabalmente, ¡nihilismo!.

El paso regresivo, es decir, con arreglo a su lógica histórica, de lo absoluto a lo total, hace una asimetría al poner condiciones a su suposición infinita; unas condiciones son puramente inteligibles, y las otras dan un contenido inmediato; la dialéctica, como defiendo, sólo tiene garantía hacia atrás, retrospectivamente, y nunca es verdad hacia delante, que es su objeto de precipitación; eso sí es teoría sobre la naturaleza de la verdad. La suposición de verdad se ha de hacer exigencia para que permanezca su sentido. Lo que hace crucial al conocimiento científico, insisto, no es ni su positividad ni su verdad, que no son más que jerga gramática; todo conocimiento es, en esencia, una cadena negativa. Carecer de esta idea básica sobre el significado de la determinación es mala filosofía de la ciencia y la mencionada gramática que sólo formaliza y abstrae el contenido de su verbo; ser idiota como forma de ser, el contenido de su acción. Como se ve, la ciencia a solas, sin cuidado filosófico, es un tropiezo formal que se repite, por ello, en el tiempo que comprende su acción; se hace de la totalidad de la comprensión el ejercicio que precipitó su falta de cuidado.

La ética no es una imposición sino una elección de la conciencia. La ética afectiva es un nivel inferior al de la conciencia y por ello se habló de ciencia primera, no de ciencia absolutamente primera; una es la ciencia ingenua y no filosófica, y la otra, la fenomenológica, trata los objetos de la conciencia.

Los problemas filosóficos requieren de cierta costumbre con algunos conceptos básicos. El orden de Spinoza se pretende absoluto y se prueba falso, su posibilidad científica y no su obstaculización por su no conveniencia ideológica; tal y como se defiende, no hay supuestos abusivos que no se cuestionen ("no debemos aceptar la orden de ninguna autoridad, por elevada que ella sea, como base de la ética"). Aun habiendo propuesto lo problemático del tiempo emocional y su falta de simetría con el de la conciencia, se sigue con la paranoia de la verdad. El tiempo de las emociones y de algunas neuronas no es absoluto sino relativo a un esquema total, del conjunto del organismo o de otras neuronas. Todo aquello se hace ético al emerger a la conciencia.

La autoridad científica de la verdad la he cuestionado más allá de sí, es decir, en el sentido en el que su significado se supera moralmente, o sea, el sociológico. El problema del concepto solidario, en cierto modo, compete a la sociología, pero a una que requiere de un tacto filosófico que comprenda el sentido de su acción.


"El uso de la palabra “verdad” (al igual que “realidad”) en círculos científicos denota ignorancia, mediocridad, utilización irreflexiva de términos ambiguos o emotivos propios del lenguaje cotidiano." (U. Beck, La sociedad del riesgo; ¿Ciencia, más allá de la verdad y la ilustración? Reflexividad y crítica del desarrollo científico-tecnológico, Falibilismo en la práctica investigadora, pg. 276)


Sólo los cientificistas creen ingenua e inmoralmente en la verdad, un credo que ya pocos defienden sino en voz muy baja y sin mucho impacto, como un poco avergonzados de su descuido. El filósofo, como está claro, la suspende; es decir, la critica, o, dicho de otro modo, crea un hueco para su negación.

Aun cuando mi sentido es una crítica de la sociología del conocimiento, el de Beck es más un sentido de la sociología de la ciencia. Y está claro que ni él, ni Collins, ni Bhaskar, hablan con esa ligereza de la verdad. Las creencias personales son una cosa, y la orientación moral, el objeto sociológico, otra.

Pero parece que, al ser la verdad un absoluto, no tiene mucho sentido hablar más de ella, sólo rendirle culto a modo de trascendencia por ser equien es, como toda una autoridad deificada, universal y absoluta, esto es, sin márgenes. Lástima que los problemas sean históricamente anteriores a sus soluciones, y que nunca se agoten salvo en su muerte, como sabe cualquiera sin demasiada carga de ingenuidad y con unas nociones imprescindibles de filosofía, ciencia y lógica; es lo que mueve a la teoría de la ciencia, la sociología de la ciencia y la del conocimiento.

Sugiero que si se va a criticar no ya mis textos sino las citas que traigo, otra Popper, ora Beck, ora cualquier otro, se cerciore uno de saber aquello que se critica. El cientificismo, como ideología sobre el bien incondicional de la ciencia, tiene un prestigio más que mermado. Como sugerí, de la epistemología se ha ido a la sociología de la ciencia al ampliar sus objetos problemáticos, y, de ahí, a otros aún más urgentes como el camb¡o climático y otros problemas no sólo urgentes sino, en medida probable, irreversibles. Todo eso se diagnosticó hace años por sociólogos como Beck, que no sólo cuentan con el mayor prestigio mundial en el campo de la sociología, sino que prestan sus reflexiones a gente como políticos, estudiantes, diversas universidades de todo el mundo, ONGs, prensa internacional, etc, etc. Es decir, si no se conoce el discurso de Beck o de Popper, lo mejor que se puede hacer no es justamente farolear sino callar un tonto orgullo y aprender lo que se desconcoce. ¡Ya está bien de ridículas y bien flacas presunciones!

Aunque Popper sea un impagable filósofo de la ciencia, al que he defendido como no cientificista, no es difícil encontrar importantes diferencias en nuestras filosofías. Eso sí, sólo está relacionado con el cintificismo por tratar de ciencia, aun de un manera totalmente opuesta. Eso no lo digo sólo yo, sino el mismo Popper, atendiendo a la lógica de su objeto, y no a meras presunciones, la recurrente malinterpretación que se hace a mis textos:

“Los grandes científicos siempre han sido enemigos de lo que hoy denominamos “cientificismo”; lo que no parece haber sido comprendido por los modernos “anticientificistas”, que no han comprendido tampoco que el falibilismo supone una superación del cientificismo. Su actitud no es tanto de rechazo a la creencia ciega en la autoridad de la ciencia, sino que es más bien el producto dogmático de una ideología anticientífica” (Karl, R. Popper, Los dos problemas centrales de la epistemología) .

Esto lo escribió Popper en la última edición que hizo de su primera obra. Más que anticientífico, me considero anticientificista y contrario al espíritu de una verdad absoluta. La crítica, está claro, tampoco es un absoluto. Del falibilismo, que es una conciencia del peso de la presunción hipotética, es decir, de la indeterminación de la conciencia, no sólo he sacado implicaciones epistemológicas sino morales en un sentido estrictamente sociológico. Esto no lo tuvo, que digamos, muy en cuenta mi muy admirado Popper más que como presunción abstracta, y no en un sentido auténticamente moral.


Como hay quien sigue sin entender vuelvo a ello. La falsación pretende hacer falsa una teoría por la ruptura de su fundamento, es decir, que la invalida; desfundamenta el principio inductivo y deshace el deductivo. El argumento de su lógica inductiva cae por entero, se hace falso, y no es, por su propio principio, verdad; y el deductivo se encuentra vacío, sin casos cruciales en los que fundamentar su razón, o sea, niega su propia razón y pide la ampliación que la legitime como ciencia. Si una teoría no es falsable es débil epistemológicamente, no dice mucho, es decir, es pobre en contenido. Las teorías con mayor contenido son las más improbables; las más probables son las de menor contenido. En ello consiste, en resumen, la demarcación de lo que es estrictamente ciencia. Así de sencillo, epistemología en crudo, sin gramática de idiota.

El mérito científico no es el onanismo sino la ampliación del conocimiento. La burocracia, en este sentido, no es más que un trámite para que sea posible su administración. Se llama labor institucional, que no ha de ser confundida con la labor intelectual.

A pesar de que sigo, como he dicho, líneas muy popperianas, no es difícil ver en mis temas una línea básicamente contraria a la de Popper. La falsación es de la mayor importancia en cuanto a la determinación del conocimiento, pero no es ni su totalidad ni su única finalidad; no hablamos de absolutos al haber defendido que son, en esencia, delirios. Por ello es tan importante la sinteticidad, para dar amplitud a lo analítico.

NOTA: Sugiero a quien recurre con su repetición infinita de exigencias que si no sabe flotar en mi baño aprenda cuál es mi objeto: ni la ciencia ni la verdad, sino su acción. Mi prudencia consiste en esto: no tomo nada sino la urgencia como condición absoluta, pues ella es en cuanto al margen de la representación siempre primera y última. En lugar de insistir con peticiones que caen en cuanto le son negadas, es decir, básicamente todas, debiera aprender otra gramática que la del idiota. Mi gramática comprende, lo primero de todo, el tiempo, por eso no cae, formalmente, de la misma manera; ¡porque aprende!, no conforme a una ley sino a la urgencia.



La falsación rompe, justamente, lo que digo, por eso hace que sea falsa; es falsa, hace falsos los términos que las sustentan; rompe la suposición en la que se asienta como fundamento. Es una teoría terriblemente grave porque invalida el principio supremo sobre el que se sostienen las cosas en relación al conocimiento. La falsación es creativa y, por ello, racional; la que se malinterpreta, como se ve, enormemente irracional, habla de pruebas, casuística, y no razones, fundamentos.

Pretender que las teorías son en sí y van siempre más allá de nosotros y se conforman con la realidad es parte de mi crítica a los que sustraen el tiempo a todo lo que hacen; por ello mi pragmatismo es fundamentalmente ético; no delira en su especulación de absoluto. Los que persiguen la falta, objetivamente, se dan contra un muro aunque, cual loco, hacen como si sus continuos golpes no fuesen reales. En cuanto a la infinitud del tiempo, la urgencia también falsea de manera continua, esto es, sobre el contenido del que se sirve su infinitud; es decir, las teorias no sólo están sujetas al fenómeno de la precipitación sino que al no tener imediatez, contenido de urgencia, lo formalizan en su distancia; la urgencia las invalida y las restringe a lo teorético. Se podría decir que se reproduce su ilusión y, al pretenderla, sin conciencia y, con esa falta, objetiva, indetermina el vacío que la propició; el tiempo, sobre un vacio, pierde su objeto, no puede sino crear una distancia. En términos de sociológicos de Bauman, que en este caso acepto aun cuando mi sentido es mucho más filosófico, se dice que se hace líquido.

La corrección de la teoría es un término más que eufemístico y cínico hablando con seriedad de la verdad y una falsación que la invierte; esto es, se pretende de la verdad un absoluto y no de la falsedad, como si fuesen cosas por sí mismas, finales y sin más relación. Pero ese es el absoluto, verdad y falsedad. La ontología científica, en este sentido, se proclama como algo independiente, con sentido propio, en sí mismo, que se aleja conforme crea su distancia.

La falsación es más dura que la refutación, más filosófica. Errores, no; principios falsos, faltas. Rompe principios, por ello es crucial, deshace el permiso de pivotear sobre algo como verdad. Invalida un principio como falso en el descubrimiento del margen que no comprende y se le ocultaba a su fundamento. Dice: "no siga por ahí que se ha visto que no vale". Las teorías falsables son, por ello, las que tienen mayor contenido. Permiten un auténtico avance, un cambio sustantivo.

El problema es que no todas las teorías pueden adjuntar el experimento crucial que las haría falsas. Esa es la demarcación más estricta de ciencia. ¿Cómo puedo no sólo estar confundido, producir un error, sino no poder llevar razón, invalidar mi principio?. Se ve con claridad, aquí, lo que persigue el filósofo, conocer a fondo; y el grosero, hacer del conocimiento un descuido.

Si, en efecto, se entendiese el principio filosófico de todo esto no habría tanta discusión. No sólo es ciencia; es filosofía de la ciencia. Una cuestión importante: el conocimiento es un fenómeno activo, es decir, actúa sobre el objeto dado en la modificación de lo tomado, y no sólo es retroalimentado, es decir, causal con su historia, sino con la ampliación en la comprensión; si no se entiende el tiempo de este proceso no se puede hablar con profundidad sobre epistemología.

Lakatos propuso una ampliación de la falsación ingenua a una sofisticada con un mecanismo heurístico que permitiese aprender de las adiciones anteriores, las que permitieron reparar el daño con una adición para las condiciones adversas; el sentido del aumento del conocimiento era una progresión histórica, filosóficamente orientada, del desarrollo del conocimiento científico.

No hay duda que la falsación hace negativo, esto es, falso el fundamento, la base en la que se asienta la historia del desarrollo de la teoría y en la que reside su razón, es decir, la que la hace racionalmente fundada. La falsación, aclaramos, no es anticiencia, ni mucho menos; es de la mayor importancia no sólo científicamente, sino epistemológicamente, en relación al conocimiento y no sólo a una ontología onanista. Por lo tanto, mi sentido es amplio, porque no todo el objeto de conocimiento es el de la ciencia, el que se presume como primacía y fin en sí mismo.

El carácter hipotético del conocimiento y su dependencia de lo que las condiciones históricas puedan traer y alumbrar, lleva, por sí solo, a tomar cierta conciencia del falibilismo. Al menos, en Kant, se empieza a intuir su problemática en profundidad, que no amplitud. Popper comprendió, exactamente igual que Kant, que el problema de Hume era la ruina epistemológica del fundamento del conocimiento. El problema de Hume, es decir, las condiciones temporales que se hacen negativas con las de su conocimiento en la precipitación de su expectativa, no se hace definitivo sino más bien continuo, un problema, en mis términos, de sinteticidad y no sólo analiticidad; y que, en relación al concepto solidario y sus márgenes de urgencia, hace asimétrico y fundamentalmente inmoral el desvarío de la ciencia y la verdad como absolutos. La misma expectativa de continuidad se hace a su vez, con arreglo a una forma propia de ampliación, discontínua. Quienes meten, pues, la cabeza en la cubeta de la ciencia, exactamente, adquieren sensiblemente la forma de su limitación.

El trabajo más importante de Kant en su vida fue fundamentar la posibilidad de concebir la cosa en sí, no de poseerla, el libro más asombrosamente filosófico jamás escrito, Crítica de la Razón Pura. Popper hizo una variación de esto mismo a la luz de un fundamento propensivo en función de la lógica, la probabilidad, la ciencia, el cerebro, la teoría de la evolución, etc, etc. Pero el problema es el mismo, que el conocimiento, al no poseer su tiempo, al ser irracional, no lo puede hacer definitivo sino en su abstracción, su condición formal y noumenal. Es algo muy interesante filosóficamente, no sólo por incordiar y hacernos meramente nihilistas, sino porque al comprender la esencia del nihilismo se puede denunciar a los que hacen un negocio de él. Una variedad de esto mismo es lo que entienden por filosofía seria los más despistados que creen que su objeto es lo que dicta, en su progreso, la ciencia. Esas majaderías, apropiadas como pensamiento original, están sacadas, hasta en sus expresiones, del superficial Mario Bunge.

El buen Popper pensó que con la falsación había solucionado, pues, la regresión inductiva como problema para la razón; según él, la razón no tiene límites, es decir, que, en su mismo objeto y acción, es de creación ilimitada. Mostró, varias décadas antes de la neurociencia descerebrada, desde ingeniosísimas y harto complicadas teorías, la metafísica de la creación. Curiosamente, Charles Sanders Peirce propuso, unas décadas antes, su tijismo o ley el azar, una teoría algo menos sofisticada, no tan artificial, pero, en resumen, muy similar. Popper se basó mucho en Einstein; Peirce se adelantó a buena parte de la física moderna. No en vano, son los dos pensadores que tengo en mayor estima desde Kant y Schopenhauer. Sus claras relaciones no son históricas, sino lógicas, es decir, atienden a un mismo objeto. Popper conoció los Collecters Papers de Peirce más bien tarde y con sus obras fundamentales ya publicadas, de modo que su relación es difícilmente histórica, sino, trascendiendo su historia, descaradamente lógica. Que tome nota quien deba de cómo se hace historia y no sólo se dicta.

Quien confunde lógica con historia, condiciones lógicas con históricas, se secuestra entre los márgenes de totalidad sobre los que delira. Hace de la trascendencia un margen causal, es decir, determinista, sobre el que anuncia un porvenir que profetiza; y niega, afirmando su delirio, la misma trascendencia que era posible, y a la que usurpa su sitio poniendo, en su lugar, sólo distancia. Llevo unos días insistiendo en que son términos muy sencillos, pero algunos hacen de su historicismo e historia la pretensión del absoluto de la condición histórica de los demás. Esa pretensión que se precipìta sobre lo que no es suyo no sólo se formaliza en desapropiación sino que lo que da a cambio es una falta.

Al científico, como al cientificista, le da pudor hablar de conocimiento, pues piensa que puede caer en visiones particulares del sujeto; es una tontería, una ingenuidad y un exagerado nihilismo en relación a la importancia del conocimiento. La fenomenología que defiendo, la de Kant y Peirce, es en gran medida científica, y conoce el ámbito del sujeto y el conocimiento. No es casual, en este sentido, que la terceridad de Peirce, thirdness, se sostenga en un tercer eslabón muy similar al del mundo 3 de Popper, tercero, third world; defiendo que es un argumento lógico a favor de su objetividad. Es fácil ver por qué doy tanta importancia a estos pensadores que en bien poco son subjetivistas, pero que no caen en pensar que los asuntos del hombre son sólo objetivos en la definición de su ideología. Mi argumento es que se hace un proceso que se amplía históricamente en su comprensión; es decir, se hacen las condiciones históricas formales del contenido de su objeto y no del delirio del espíritu, en este caso, de la ciencia.

Sugiero al que parece nutrirse de mala historia de la filosofía de la ciencia, de la realidad y de poca reflexión, que cuide siempre el margen de la crítica; la de uno y la de otros, es decir, el objeto criticado, lo que hay común en él. Como está claro, la cosa en sí, científicamente hablando y en un sentido epistemológico, es, más que su verdad, su posibilidad; lo otro, generalmente no es más que papeleo y burocracia, mediocridad, servilismo y gramática de idiota.


Mi enfoque es epistemológico y no ontológico; hago de la teoría de la acción el estudio de esa misma acción, claro está, como su comprensión; digamos que cobra sentido en su propia finalidad. Al haber mostrado que ello crea una indeterminación, he ampliado con un sentido positivo, cabalmente, moral; pero no a modo de la mera moral, sino lo moral, la orientación al otro, lo que digo más significativo. Lo moral, como defiendo, es anterior y más punzante en cuanto a la relevancia de su significado, que no lleva a que sólo ello signifique.

Al rechazar el absoluto por su precipitación ideológica, a la que la ciencia no puede sustraerse sin crear una distancia, hago comprensión de los objetos morales, esto es, los que hacen que permanezcan; y que facilitan su continuidad en un sentido amplio de comunidad en el que puedan ser sociológicamente comprendidos. Como se puede ver, la pretensión determinista que delira con el absoluto de este proceso, supone la misma precipitación que se trata de evitar. Lo moral, en cuanto a la ética, al tratar sobre sí, se indetermina sin remedio si se olvida; crea, éticamente hablando, una falta.

Mi sentido no es, como se viene viendo, sólo científico; hemos aclarado que la filosofía comprende la ciencia y no tiene sólo necesidad de ella; la ciencia, por el contrario, sí reclama filosofía, siempre está falta de ella al no comprenderse a sí misma y ser esencialmente irracional. Generalmente, los superficiales no saben hacer razón sino de una reducción, como el paradigma causal; la auténtica razón, por el contrario, es esencialmente creativa, crea una ampliación.

Las teorías, en efecto, son anteriores al conocimiento científico, pero, en la pretensión de su unidad, de su ejercicio sintético, se deshacen de su conciencia, aquello que, como hemos dicho, deshace la falsación. Esto, está claro, como digo, al menos, desde Kant, y es por lo que cualquier teoría de la ciencia sin filosofía es una cuestión de escándalo.

La ciencia está, en un importante sentido, predispuesta, y, al ser tautológica, por contra a la creación del pensamiento, reclama con urgencia filosofía. En este sentido, es un paso comprender la genética que formaliza la gramática y que tan fácilmente se asume como si fuese una causa libre y noumenal, cual verdad, esto es, una causa de su propiedad.

Si, ya desde Kant, con superioridad terrible sobre el admirable talento de Leibniz, se cierne la razón sobre su conciencia, en un giro auténticamente trascendental y con márgenes posibles de discontinuidad, es ridículo pretender ir ahora a toda prisa, como en una búsqueda de un progreso hacia un incierto absoluto, y olvidar el cuidado mismo para el que esa conciencia tan leve parece estar verdaderamente predispuesta.

Como sugiero desde hace un buen tiempo, cientificistas y hegelianos no son, aun con enorme sorpresa para ellos mismos, sino dos variaciones de un mismo objeto, un delirio. Unos deliran a costa de la ciencia al pretenderla como única razón; y los otros a costa de la filosofía como una actividad monadológica encerrada en-sí-misma; pero al fin, son sólo un delirio. (Aclaro que desprecio enormemente el cientificismo; y no puedo sino admitir gran talla a Hegel, aun loco).

A lo largo de mi serie última de temas se crea la reflexión sobre lo que da contenido al fenómeno ético, no sólo sus objetos sino el tiempo que se crea en el trato con ellos. El fundamento ético basado en un delirio precipita sin más mérito que el de su falta de conciencia; pretende a la ética en la estética de lo dado, entre lo que la conciencia se mueve sin apenas margen de elección y responsabilidad. La identidad de la responsabilidad, como vio serg, es algo muy problemático al crear distancia con su acción y precipitar con ella nuestra ideología ética. El tiempo, como se está viendo, no es algo que podamos reducir a una estúpida física, ni acaso, a un absoluto fenomenológico; pero la fenomenología, al menos, permite crear cercanía con la urgencia. El tiempo de la conciencia, la mía y la de ustedes, es significativo con lo que se hace próximo, y poco tiene que ver con distorsiones delirantes sobre el mejor de los mundos. La urgencia entiende poco de cuentos, y mucho de cercanías.

1 comentario:

. dijo...

Hola. El texto es muy interesante aunque se te ha duplicado al publicarlo y eso complica comprenderlo.
No es justamente sobre lo que pones aquí, pero yo también había escrito algo sobre el tema en : http://filosofiacomentada.blogspot.com/2009/04/francisco-kovacs-hijos-cientificamente.html

saludos