lunes, 26 de octubre de 2009

El impulso moral distante

Las formas morales con las que nos distanciamos son las que enmascaran lo moral en formas que precipitan el impulso moral distante; la forma moral distante trasciende la mera forma moral, y va de la moral a su distancia, de una a la otra. Las formas anómicas no son otra cosa que el fracaso en la aceptación de la representación moral. De esta forma vemos la anomia como el reverso de la aceptación moral; la anomia es la falta de reconocimiento de una conciencia común en lo que permite su diferencia, la representación que ha abstraído su sentido, lo que era moral en ella, y ha abierto en su lugar un hueco. La forma solidaria se quiebra en la sorpresa; no se reconoce en la expectativa moral sino como distancia con ella. La acción regulada se desregula; habla sin voz; es un decir vacío que pierde su derecho moral a decir; es un decir falso porque es supuesto sin contenido; su supuesta positividad no hace sino reproducir su ficción; dice más rápido que lo que debiera decirse y, en consecuencia, se precipita; su decir es una forma que no cuadra cuando llega el momento del ajuste. La forma que lo social reproduce como moral niega la creación de distancia. La anomia es como el niño travieso que se porta mal a gritos; no oculta su mala acción sino que la repite una y otra vez. Nunca nos portamos mal solos; y sólo hay un mal comportamiento entre los otros

La anomia muestra su razón moral y el contenido sobre el que se insolidariza su diversidad solidaria. Se puede ver con claridad que la norma social no es el bien sino tan sólo un margen de su acción social; la anomia es en tanto sea acción distante con un incierto bien precipitado como el sentido originario de la acción; el bien social es sólo un margen de la acción, y no su modo ser ser absoluto, como muestra la anomia.

La acción moral es la acción orientada al otro; y la acción ética es la crítica de su conciencia. La acción moral sin conciencia es acrítica e irresponsable con el bien de su acción. Confunde lo que son las cosas con su representación. El sociólogo, como advertí hace unos días, debiera dejarse de empirismos y otros formalismos que pretenden hacer definitiva una acción, y volverse reflexivo con sus objetos. Por otro lado, aunque la reflexividad es un paradigma de la nueva sociología, la reflexión del sujeto como ontología histórica es historicista como el sentido de una acción social que hace historia de lo común de ser sujetos del tiempo, de un mismo tiempo, y no de una misma conciencia en su paso. El tiempo que trasciende la historia no es un tiempo vacío, un empirismo inmoral y distante, sino precipitado por sus objetos hacia su proximidad; el contenido que crea la distancia no es relativo a alguien sino a la comunidad que lo soporta en el espacio que se ha dejado abierto. La anomia es, pues, el reconocimiento de que lo que se da no comprende su diferencia.

Lo que se da empíricamente es neutro moralmente, por no decir inmoralmente; se da sin comprender el concepto solidario que hace presente el grado que implica, el que aúna la conciencia en su responsabilidad. El grado emocional del que se sirve el concepto solidario no cuenta con su contenido sino precipitadamente; el grado emocional está, sociológicamente hablando, distante, no está presente sino como la recreación que hace su concepto en la distancia que crea con él.

El delincuente, por poner un caso, está agrupado y es reconocido conforme a su concepto solidario. El delincuente único, solitario e independiente no es sociológicamente anómico sino psicológicamente anómico. Su acción está dirigida a una comunidad de objetos, y no a una psique desenfocada. El desenfoque de una psique es una individualidad que trasciende en la comunidad de su distancia. Sociológicamente hablando, la anomia no es cosa de la psicología, y es, en ese sentido, en el de la responsabilidad individual de una psique distante, donde el origen de su concepto se irresponsabiliza del objeto de solidaridad; lo individual no es uno con su psique sino la comunidad de psiques alrededor de un mismo objeto. La unidad de psiques y sus objetos es lo que formalmente condiciona la ideología que define el mundo con arreglo a la forma sobre la que precipita su concepto. Y, sociológicamente hablando, no hay conceptos morales fuera de su espacio social.

Todo concepto social implica al otro; y el concepto que no lo implica es inmoral. El concepto que precipita un bien acrítico asume la anomia como enfermedad, distancia con su bien. En cuanto indagamos en su lógica vemos que lo que integra como mal está integrado como una unidad que debe ser normal; se debiera ajustar. Su mal, el mal que el concepto ha creado, consiste en que no lo comprende; y es lo que crea distancia, su olvido; se integra toscamente, a la fuerza; ha sido abstraído, pero, en su necesaria inmoralidad, dicta un incierto sentido. Así es que la responsabilidad en las ideologías consista más en la imposición de una forma en la conciencia que en una conciencia que cuide del justo sentido de su forma.

En las formas sociales vamos a encontrar continuas repeticiones que funcionan como una maquinaria con piezas ajustadas a su ritmo, y solidarias con su tiempo; pero, por la misma razón, habrá un espacio para su creación de distancia, la que que se desajusta. La relevancia de la diferencia está en lo mucho que dice lo que difiere; hace relevante su diferencia. Fue por ello que Deleuze se adhirió a la sociología de Tarde, y no a la de Durkheim; pero ninguno de los tres, ni Deleuze, ni Tarde, ni Durkheim entendieron la fenomenología que se repetía y diferenciaba. La fenomenología siempre precipita el tiempo de su conciencia en la acción sintética que busca significativamente su razón; sobre ella justifica su adhesión. La forma imitada es el impulso a reflejar lo mismo porque su acción trasciende lo que precipita hasta hacerlo lo mismo; es el vehículo, la forma, que lleva de un punto a otro, la solidaridad de un espacio emocional; su individualidad es, en esencia, solidaria. No existe en la forma social ningún rastro de individualidad. Lo individual, conforme a su propio concepto, no existe; es, muy al contrario, lo que su precipitación niega, la raíz de su concepto.

viernes, 23 de octubre de 2009

Distancia ética

La ética infantil fue el nombre que se me ocurrió después de leer dos libros, Humanismo del otro hombre de Lévinas, y Ética posmoderna del Bauman. En resumen, el enfoque sociológico de Bauman era una ética que se proponía lidiar con una conciencia compleja que encuentra apoyo en una filosofía moral desencantada. Resalté que era lo que caracterizaba a la nuevas sociologías, tal y como había dicho en algún otro tema que llevó a conflicto. Leí la obra de Bauman después de haber escrito eso, pero era un mismo sentido por el que era algo ético.

Lévinas ponía la razón en el otro, un otro abstracto, una alteridad. Mi ética no es abstracta; es un contenido inmediato que implica necesariamente al otro, y del que se sirve como contenido más próximo, la proximidad de su objeto ético. Sociológicamente hablando, el otro no sólo está precipitado como un objeto social sino que el otro viene definido en su inmediación; no hay relación social sin él. El fenómeno de la precipitación del otro precipita su objeto ético; el otro viene definido en su inmediación; el otro implicado no es ajeno, e implica un contenido por sí mismo del que se sirve su precipitación. Cuando oímos al otro ya buscábamos su voz antes de oírla; oír la voz de otro es reconocerlo como alguien; es crear y comunicar humanidad.

La genética significativa del lenguaje tiene una lógica que, en lugar de ser simista o psicológica, es esencialmente comunicativa. Se habla porque al decir está implicado el otro. No se habla para recrear un espíritu privado y con grandes pasiones personales que hablen de una ética delirante; no hay grandes significados sin otro que los haga posibles. Toda la ética es del otro, y no hay ética que no lo comprenda y no se haga, a su vez, nihilista e indeteminante del sentido de su acción. La ética con trascendencia propia, con delirios independientes, es radicalmente inmoral; y la ética más posible moralmente, la del conocimiento del otro, tiene, en su más profunda raíz, un sentido que sólo trasciende socialmente.

Para ver el fondo de la conducta del hombre no leo las palabras de Cristo, leo las de Rochefoucauld. Me interesa más lo que no sé, lo que no veo, que lo que sí sé, lo que sí veo. El cuidado de lo más próximo está en que se aleje, su creación de distancia. El otro no es borrado, no se hace de él un frío y vacío concepto; el otro es hecho próximo en la fuerza que lo reconoce como objeto moral, y nos fuerza a comprender que en su trato entra la sodomía; urge en él la inversión de los términos.

El bien, como tal, es una realidad que se comprueba conforme a algo de lo que se dice bien, una condición inicialmente subjetiva en la expectativa de actividad consigo misma. El bien particular es un bien insignificante; está condicionado en su ensimismamiento a su egocentrismo de encerramiento individual. Ahora bien, el bien social significa por encima de la falta individual, trasciende su límite por ello; significa lo que antes era insignificante. El bien de uno y su subjetividad, un anidamiento del bien en él, no es el bien; es sólo una estética ciega de ética y vacía de objeto. La ética no es el trato con uno mismo sobre su propio bien, ni la especulación sin objeto que trascienda en su insignificancia individual. El bien de uno no comprende el bien de otro al carecer del concepto que los une; es una primera falta de la precipitación de un concepto hecho igual en la incomprensión del tiempo que anticipa. El bien social será el conocimiento de la causa de su mal, aquello que lo niega; es algo del todo distinto porque opone dificultad, y ofrece una diferencia a un bien que asquea.

Lo bueno es una condición subjetiva que se pretende objetivar y sustraer el tiempo de su bien, que sea haga simismo. La conciencia objetiva no existe; no hay una conciencia consigo misma como objeto, y que reduzca y agote su tiempo. La conciencia cerebral, que es una posible objetividad cerebral, es un concepto irreal que sólo es válido como concepto de una ideología estructurada en la repetición de un conjunto de irrealidades supuestas como la realidad. La conciencia atiende a las acciones donde el bien es un objeto posible que no anidada en ningún cerebro. Nadie salvo el neurocientífico comprueba el efecto de la conciencia en el cerebro. Lo que la gente comprueba es la conciencia en su experiencia. La gente comprueba su conciencia como la acción de un yo que soporta su identidad. La acción cerebral que produce ese efecto es indiferente. Y la gente es identidad en tanto la persona con la que es posible su identidad. Uno es uno porque reconoce su casa, sus amigos, su coche, sus recuerdos, etc.. Uno no se reduce a su cerebro. La casa de uno sigue ahí cuando uno no está, sus amigos existen sin él, su coche es de una marca sin la acción de uno, y sus recuerdos tratan de cosas que no son sólo de uno. Uno no es dueño de sí mismo sino que sus acciones están dirigidas a lo que no es él mismo, lo que no es uno. Uno, como simismo, es una irresponsabilidad; no hay simismo en uno. Uno es las cosas que definen a uno, por las que viene definido, y lo soportan. Uno como ser subjetivo, como sustento de uno, es una unidad lógica que cierta actividad produce como efecto uno. Uno es la actividad de uno; no hay uno independiente. Y si no hay uno próximo al sujeto, tan próximo a la síntesis de su tiempo que lo haga verdad indefinidamente en una proximidad eterna idéntica con el simismo, un uno indeterminado como subjetividad de acción de simismo, menos habrá un uno sujeto a una incierta actividad cerebral con la que no es ni próximo. La actividad de uno como la de su cerebro es, en cuanto a lo que define a uno, incierta; será actividad cerebral, de un cerebro que actúa en un mundo orgánico con millones de neuronas y millones de pistas que las conducen, pero que no son sino el efecto de la acción de otra parte que esa acción cerebral no comprende. El efecto no comprende la causa sino que la recrea como tiempo que se ha hecho efecto. El efecto no agota, no dice todo lo que comprende la causa sino en aquello que de ella en él se efectúa.


El onanismo como la forma pública del sexo no causa sólo un rechazo que se siente con vergüenza, el efecto de un pesar por la acción del otro, sino que causa el asco ante la desvergüenza, la indignación por la falta del objeto ético del otro, una acción que no sólo indigna sensiblemente, como rechazo estético, sino que asquea, ofende al juicio moral inteligible. El recelo moral, en este sentido, es distinto en una primeridad moral como la vergüenza que da forma a su representación; la orientación al otro inmediata en su efecto es distinta del sentido reconocido en una acción concebida conjuntamente, intencionalmente la misma, de la que mediante la vergüenza nos distanciamos. Esta idea es aún más interesante invertida en el motivo de la acción del exhibicionista. La anomia del exhibicionista no es una depravación sexual, sino una descoordinación del sentido de los objetos sexuales. El exhibicionista toma como objeto sexual una individualidad no reconocida socialmente. El ardor característico de la sexualidad no sólo requiere de un grado sexual sino de un grado sexual conjunto. Así es que haya gente que siempre busque sexo, y nunca lo encuentre.

El exhibicionista espera causar con su exhibición el mismo placer que él se causa exhibiendo. La terapia que me comentó al respecto una amiga psicóloga consistía en mostrar el ridículo de esa acción con expresiones del tipo, “ja, ja, ja. ¡Qué pito tan ridículo!”. El exhibicionista no sólo quiere mostrar el tamaño de su pene, sino que, sobre todo, quiere mostrar como acción sexual. Convendría, por el contrario, comprender el exhibicionismo desde el mundo femenino en formas sociales como los escotes, las minifaldas, los gimnasios, los tangas, el top-less, etc, etc.. Desde una fenomenología del sexo, todos somos oscuros, si no perversos. Es decir, el margen de la normalidad se muestra más claramente desde su contraste con la anormalidad.


Los cuerpos desnudos no son siempre igualmente apetecibles. Un mismo cuerpo desnudo puede causar placer en su contemplación, y puede, en una situación distante, causar rechazo. Esto se comprueba en el cine con directores vulgares que pretenden excitar al público con desnudos que sólo muestran “tetas y culos”. Un caso muy conocido es la película Instinto básico, de Paul Verhoven, que convirtió en mito erótico a Sharon Stone con la clara intención de hacer más taquilla a base de efectos tontos. Por el contrario, hay directores refinados que se sirven de la sexualidad para amplificar el efecto de una pasión sexual que quieren describir como motivo de la acción de los personajes, como Ang Lee en Deseo, peligro.

En el cine actual, se está creando la costumbre de mostrar desnudos de famosos que quieren hacer erotismo de un cuerpo sin justificación, un cuerpo desnudo por un cuerpo desnudo, un cuerpo estético sin ética, sin vida, como una necrofilia. Un cuerpo desnudo tiene una belleza intrínsicamente moral, y una estética que va al fondo del sentido de la determinación del gusto que con su representación se puede desencatar en el tránsito de sus márgenes.

No hay nada tan tonto, simple y vulgar como un continuo paseo de una estrella desnuda ante las cámaras. Por el contrario, hay películas, como El último tango en París no sólo profundamente metafísicas, sino que son interesantes por el planteamiento cinematográfico del tiempo del desnudo. Un plano demasiado largo de un desnudo integral lo desposee de fuerza sexual. Lo mostró perfectamente Kubrick en Eyes Wide Shut con largas secuencias de desnudos integrales. El frío sentido del desnudo, como en del cine de Robert Altman mostrando extraños desnudos de Julian Moore o Madeline Stowe, o Kubrick desnudando a Nicole Kidman, es una lección del sentido del desnudo para alumbrar descarnadamente una escena.

La sexualidad satisfactoria no es cosa de uno. El sexo sin apetencia es un tipo se sexo simbólico distante del objeto que le da contenido. En la magnífica película Belle de jour, de Luis Buñuel, se hace un retrato psicológico de los conflictos sexuales deformados por la presión de una simbología que pervierte el sentido de la sexualidad de una mujer a causa de un marido que busca un sexo no compartido; y, hace no muchos años, en la película La pianista, de Michael Haneke, se hizo un retrato que no sólo deformaba la virtud moral de una mujer sino su cuerpo. En la película de Buñuel la hacía una prostituta, y en la de Haneke una oscura masoquista.

lunes, 19 de octubre de 2009

El estrés de la neurociencia

Ayer vi en televisión un programa en el que una neurocientífica hablaba del mal del estrés. Como es habitual en los neurocientíficos reducen la causa del estrés a una causa cerebral; reducen la acción del estrés a lo que ocurre en el cerebro; pero, en coherencia con mi crítica, no es una primacía por sí misma al ser insignificante y no trascender por sí misma. La acción del cerebro no es independiente, y es, a su vez, causada; es objeto de determinación, y no es sólo una expectativa del cerebro consigo mismo, sino de una acción externa a él con mayor capacidad de trascendencia; es su significado.

En una ordenación significativa, en su acción de trascendencia, la acción del cerebro consigo mismo no cuenta con la primacía, y se hace ideología en su precipitación. No sólo espera recrear con justicia su explicación sino que no separa el efecto de lo mirado de la forma de verlo; se hacen igual; se precipitan en un mismo tiempo que abstrae falsamente el objeto de su causación. Se impone a la forma exterior una expectativa de simetría con la interior cuando es, justamente, al revés; el cerebro es quien se adapta. El mundo exterior es el significativo en su dialéctica con el cerebro; es el que trasciende y crea la dependencia en la ordenación significativa. El cerebro, por sí solo, es un órgano encerrado en sí mismo y sin objeto de acción. En términos sociológicos, el cerebro, por sí solo, no significa nada; y, en cuanto al cuidado del objeto ético, está vacío de contenido al anidarse en su ensimismamiento, y no en su exterioridad. El cerebro, sociológicamente, es una interioridad sólo significativa en su posible concepto solidario; es, sólo así, como es significativo. Su lenguaje no se habla a sí, consigo mismo, sino que se habla con otros de algo en común. La neurociencia no es quién para legislar lo que está fuera de ella y que, como mostré con La primacía del sentido del dualismo, es independiente del cerebro. El concepto solidario no se reduce al tiempo de la acción del cerebro sino que es lo que en su acción trasciende.

La independencia de los objetos es lo que permite aislarlos y establecerlos en un plano ontológico que legitime y limite su independencia, y es, asimismo, la razón por la que urge filosofía en ello. En términos sociológicos, la independencia es primeramente una irresponsabilidad; la responsabilidad no es cosa de uno, de cada cual, sino de la dependencia con el origen de su concepto. Hablar de estrés y su causación cerebral es, sociológicamente, ciego; se vacía el objeto que toma el sujeto como concepto cuando, sociológicamente, el sujeto es su conciencia común.

La crítica a la epistemología subjetivista es, primariamente, mentalista, es decir, individualista con la mente que recrea la materialización cerebral como la causa primera de los efectos externos al cerebro; la epistemología sociológica, mi teoría sociológica, es, muy al contrario, solidaria en su concepto.

Dicen que el mal del estrés está en que no lo comprendemos; si comprendiésemos el proceso de ansiedad que se genera en nuestros cerebros seríamos capaces de reducirlo y, en cierto, modo, controlarlo. Es el sentido que la neurociencia tiene del mejoramiento social. Y digo que eso es ideológico e incomprensivo. El mal sociológico no es el mal de uno, de la acción de su cerebro consigo mismo, su margen de "control"; el mal sociológico es lo común en la diversidad de su concepto. La neurociencia viene a decir que la precipitación es un objeto singular del cerebro de cada cual en la universalidad de tener cerebros; mi sociología dice que el fenómeno de la precipitación es común en la unidad de un mismo objeto, independientemente de lo que hagan sus cerebros. En este sentido, puedo, perfectamente, mostrar no sólo la trascendencia significativa de un mismo concepto lógico, sino la condición temporal en la que la identidad, ora personal, ora social, se indetermina.

Sostengo que los males del cerebro son mayormente significativos en los objetos externos al cerebro con los que éste se relaciona. El mal del estrés es muy significativo porque lo padecen millones de personas que están asociadas a una fuente enajenante que indetermina sus conciencias; las hace solidarias de un mismo objeto que causa el mal. Si uno vive forzado por la presión del teléfono, uno vive sujeto al tiempo que impone el teléfono; si uno vive forzado por el calendario de las obras a realizar, uno vive sujeto a su cierre; si uno vive firmando contratos, uno vive sujeto a las firmas, etc., etc..

Uno de los claros intereses de esa investigación es que han localizado las sustancias que se producen durante el estrés, y las que lo reducen. Las soluciones químicas para el mal del estrés son las mismas si uno está estresado por su divorcio como si uno está estresado por el peligro que supone un animal peligroso.

Los hombres ya no se relacionan con Mamuts; se relacionan con atascos, desempleo, inmigración, terrorismo, o infertilidad. La causa cerebral del estrés parece ser la misma; se hace igual el peligro de un animal a perder un empleo, algo absurdo y del todo incomprensivo; hace igual una muy distinta diverdidad.

Ante una situación incierta y potencialmente peligrosa el estrés es una alarma. Si estamos todo el tiempo alarmados la alarma se oye menos, se integra, pero no desaparece. La continua alarma de la vida moderna, en la que uno está constantemente expuesto a peligros (accidentes de tráfico, delincuencia, infidelidad, violencia infantil. etc., etc.), no se soluciona por comprender la causa cerebral del estrés, sino por comprender los objetos que causan primeramente el estrés independientemente de los cerebros.

Está muy bien que desarrollen medicamentos que solucionen el problema en la gestión del estrés, pero el estrés no es sólo un problema neurológico. El neurocientífico dice cuál es la causa cerebral de su mal, y receta una pastilla; el sociólogo indaga en la raíz social desde la que crece su mal. El sociólogo no es un médico social; el sociólogo no dicta moral sino que estudia cómo se produce su mal, claro está, fuera del cerebro; estudia el conjunto de condiciones que precipitan socialmente, en la conciencia común, el efecto estrés. El sociólogo es, causalmente, problemático. No trata ni con ratas ni con resonancias; trata con las causas comunes de los problemas de la comunidad de las conciencias. Es así que dice cosas inteligentes que llevan a pensar que el mundo es algo que hay que comprender para poder hacerlo madurar.

Al igual que la comprensión de un mal como el del estrés está, ciertamente, en el conocimiento de una causa como la del cerebro, no es menos cierto que esa causa está determinada por un conjunto de objetos que la precipitan. La ontología de la precipitación es la sustracción de la posibilidad de tiempo en la imposición de los objetos a los que uno está enfrentado.

Eduard Punset, un simpático divulgador de la ciencia, ha dado repetidas muestras de la inclinación ideológica de la institucionalización del bien de la ciencia. Hace unas semanas confesaba que se sorprendió al saber que no nos dirigimos a ser más lógicos y racionales, porque somos esencialmente, en la unidad sustancial que define nuestro tiempo, irracionales; vivimos en una precipitación de irracionalidad sin comprender la racionalización posible de su causa, como se comprueba en todo efecto ideológico. Lo que hace común al mal del estrés no se soluciona con narcóticos de baja intensidad; la causa de su mal no se soluciona borrando la huella que tiene como efecto; así se crea, mejor visto, su irrealidad, la fantasía de un mejoramiento social basado en entumecer el efecto del cerebro; hacernos, pues, un poco más idiotas. Lo meritorio de ese mejoramiento se reduce a la racionalidad de tomarse una pastilla. El entumecimiento de los cerebros colectivos creará hombres descerebrados, cobardes y débiles para soportar las causas del mal. El dolor es un maestro certero y singularmente moral del que no conviene alejarse.

El conflicto sociológico, el que estudia la dialéctica de sus objetos, no está en una primeridad cerebral, sino en una relación externa a ella. Su segundidad es aquello con lo que se relaciona, y su terceridad cómo y en qué se relaciona. El estrés no es sólo de uno, sino que tiene una forma a la que el cerebro se adapta, como al orden del tráfico o las jornadas laborales. La solidaridad de su concepto enraíza y es significativo porque trasciende su singularidad. La neurociencia, cuando juega a hacer filosofía, no hace sino precipitarla en su individualidad, es decir, no comprender qué significa.


Lo más interesante de la acción del cerebro es que sí tiene una estructura sobre la que actúa, pero no contiene lo que crea. Su anticipación, la acción creativa, es ciega e imprevisible. Punset hablaba con una mujer muy sensata que no parecía saber nada de los desencadenantes del estrés externos al cerebro. En cierto modo, decía que los desencadenantes daban igual, que para el cerebro eran lo mismo. Digo lo contrario, que cerebros muy distintos sufren igual, esto es, por lo mismo. La causa que actúa en ellos como mal no es, pues, un mismo efecto en lo común de tener cerebros, sino un mismo objeto que causa en esos cerebros una misma acción. El neurocientífico hace igual el efecto, recrea su incomprensión del tiempo; muy al contrario, hago igual la causa al comprender la acción de un tiempo en aquello en lo que se unifica, su objeto solidario.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Comprensión solidaria

Facilito el siguiente estudio: http://www.soton.ac.uk/mediacentre/n...t/09_135.shtml .

Imaginen que quieren trasmitir un mensaje. Piensen que ese mensaje sea, por ejemplo, 01010. Encienden el ordenador y se conectan a Internet. Antes de todo esto hemos puesto unos electrodos adheridos a sus cráneos en zonas específicas. El medidor de actividad cerebral ha captado el mensaje. 01010 ha ido de sus cerebros a fuera de sus cerebros.

En otro lugar del mundo, tanto da que esté en la mesa de enfrente que en otro extremo del mundo, hay otro ordenador y su cerebro, una expectativa que, en cierta reducción causal, se llama conectado. Internet está deslocalizada; ha indeterminado el espacio. En el otro lugar del mundo usan el mismo software y hardware. Los electrodos que se adhieren al cerebro están conectados no sólo mandándose mensajes sino haciendo referencia a lo mismo: captación de cierta actividad cerebral.

La base que hace posible el B2B (brain to brain, o de cerebro a cerebro) es de innegable interés. No obstante, la forma que hace posible esa comunicación es muy estrecha. Nuestra codificación de los mensajes no sólo es mucho más compleja que un conjunto de 0 y 1 sino que lleva implicado un mundo exterior a ese mensaje.

El concepto solidario tiene una base inmediata, y otra de su mediación. La base inmediata está en la genética que impulsa a un hombre a referirse a otro hombre. La forma inmediata entre hombres sería, pues, su forma a priori; no hay discurso entre hombres sin esa condición; de hecho, es lo que distingue la relación entre hombres a la del resto de las cosas, y en lo que se funda el concepto solidario. Y la forma que media, la que hace de ampliación y lleva el molde a la relación, es exterior a su aprioriedad; la mediación, pues, es lo común que trasciende; lleva un mensaje de uno al otro con un código y por un medio externo al uno y al otro, es decir, externo a los agentes. Mi sociología es, sin duda, de la segunda especie. Como ya expliqué, se trata de la distinción entre la sociología de la inmediación y la de la mediación. La primera, la de la inmediación, al ser anterior a su discurso, no comprende la acción de la segunda; le da un contenido que sólo formaliza. La segunda, la de la mediación, al ser posterior históricamente, comprende la acción de la primera. Una es acción lógica y formal, y la otra su acción sintética. Estas sociologías se hacen, podríamos decir, dialécticas. Una lleva precipitada su acción, y la otra genera distancias de otro orden.

En otra línea de pensamiento, pero con el curioso parecido de la trascendencia dialéctica, es lo que Roy Bhaskar llama transitividad e intransitividad. Lo que él cuestiona como "ciencia" en las disciplinas sociales es su sentido de ciencia, la distinción de otros sentidos por el camino de llegar a ellas. Yo cuestiono algo más próximo, no su estatus sino su primacía, la que se hace dialéctica en la acción social. No es de extañar, pues, que haga crítica de la ideología como una acción de conciencia que sólo trasciende en su sentido solidario.

En términos fenomenológicos, lo crucial se encuentra en la síntesis de la identidad de la conciencia que está dirigida a los objetos a los que se refiere el conocimiento. Se trata de la distinción entre analiticidad y sinteticidad. Las síntesis orgánicas, las síntesis del organismo, son ciegas y vienen determinadas independientemente de su conocimiento; al estar precipitadas, padecen su historia sin conciencia. Si bien todas las síntesis son ciegas e irracionales, hay un tipo de síntesis, las de la identidad de la conciencia del conocimiento, que no sólo urgen filosofía sino que son la filosofía misma, algo que puede resultar aterrador para una mente irracional, pero que es, cabalmente, el sentido ético de posibilidad que, en una fenomenología sociológica, se llama responsabilidad. Esto, debe quedar claro, es una disposición especulativa que se comprende en el sentido del tiempo de la acción, lo que llamé la identidad que da sustento a la responsabilidad.

Veo probable, incluso fácil, crear desde una teoría de los comprendidos un conjunto de 0 y 1 que comprenda el trato social. Todos nos relacionamos con objetos comprendidos. La relación social no sería posible sin ellos. Pero se olvida que la forma a priori es un grado emocional comprendido inmediatamente; sin él su concepto estaría vacío, y sin él su significado no fluye al carecer de la forma que lo hace discurrir; su discurso, pues, se desconectaría. La conexión es una forma inmediata en un mismo grado emocional, y, a su vez, una forma mediada que ha hecho de una diversidad una identidad en una misma conciencia.

Imaginen dos hombres mirándose cara a cara sin nada que decirse el uno al otro al carecer de concepto solidario. Es, por tanto, la condición mínima de solidaridad, y algo explicable fenomenológicamente al hacer conciencia de un mismo tiempo en un mismo objeto. El concepto solidario dice que su lenguaje es sexo, y no es sólo computacional. Los roces, dicho así, necesitan de una forma, qué significar, y no se reducen al conjunto de roces de su discurso, sino que son uno en un mismo concepto. Sin el grado que dice algo, que significa, el concepto está vacío; pero, por otro lado, no debemos olvidar que en lo social el grado emocional se vive, mayormente, como falta, es decir, en cuanto al fenómeno de la precipitación, sólo es vivido en expectativa y su consiguiente precipitación.

No quiero decir que investigaciones como la que cito no sean importantes. Una investigación del mismo equipo desarrolló en el pasado una silla de ruedas con el único mando de la mente. Yo estuve inmovilizado en silla de ruedas sin poder dar órdenes a nada ni a nadie, y sé el avance que supondría. Lo que digo es que la sociología de un ser enclaustrado en una silla de ruedas no se reduce a la silla de ruedas sino al conjunto que comprende su acción.

Desde la lógica generativa de un lenguaje reducible a sus términos no se da con el algoritmo creativo porque está retrasada respecto a él. Las teorías son anteriores a su discurso, y no comprenden su causa sino su efecto; padecen la conciencia en su precipitación. Es el sentido que invierte la ciencia primera en la acción de la conciencia; no es ciencia degenerada sino filosofía. Lo que en la actualidad se llama ciencia yo digo que es ideología. Una crítica de la sociología de la ciencia, como hicieron Elias o Feyerabend, muestra que el estatus independiente de la ciencia es la forma por la que discurre su efectuación ideológica. Pero la verdadera ciencia, la estricta con su fundamento y su creación racional, puede, al contrario, y por la filosofía de su acción, hacer crítica de la ontología de la que se sirve como fundamento e ideología.

Como he expuesto en alguna otra ocasión, mi comprensión forma parte de una escuela no historicista, es decir, que no es ideológica sino crítica con toda ideología. Tiene deudas con autores tan poco interpretativos como Kant, Schopenhauer, Weber o Popper. La comprensión interpretativa, como la de la moderna hermenéutica, tiene mucha importancia, pero cede la primacía a la Historia y al sujeto, algo que yo niego desde la fenomenología del concepto solidario. La crítica comprensiva es filosofía, y comprende el tiempo de la acción. La llamo pragmática porque discurre en la síntesis de la acción, y es un nuevo sentido filosófico, sociológico y ético. Hago esta aclaración sobre la genética pragmática porque su sentido no tiene relación con el sentido vulgar de acción, es decir, hacer sin conciencia del tiempo y, por lo tanto, hacer síntesis con su precipitación.