viernes, 23 de octubre de 2009

Distancia ética

La ética infantil fue el nombre que se me ocurrió después de leer dos libros, Humanismo del otro hombre de Lévinas, y Ética posmoderna del Bauman. En resumen, el enfoque sociológico de Bauman era una ética que se proponía lidiar con una conciencia compleja que encuentra apoyo en una filosofía moral desencantada. Resalté que era lo que caracterizaba a la nuevas sociologías, tal y como había dicho en algún otro tema que llevó a conflicto. Leí la obra de Bauman después de haber escrito eso, pero era un mismo sentido por el que era algo ético.

Lévinas ponía la razón en el otro, un otro abstracto, una alteridad. Mi ética no es abstracta; es un contenido inmediato que implica necesariamente al otro, y del que se sirve como contenido más próximo, la proximidad de su objeto ético. Sociológicamente hablando, el otro no sólo está precipitado como un objeto social sino que el otro viene definido en su inmediación; no hay relación social sin él. El fenómeno de la precipitación del otro precipita su objeto ético; el otro viene definido en su inmediación; el otro implicado no es ajeno, e implica un contenido por sí mismo del que se sirve su precipitación. Cuando oímos al otro ya buscábamos su voz antes de oírla; oír la voz de otro es reconocerlo como alguien; es crear y comunicar humanidad.

La genética significativa del lenguaje tiene una lógica que, en lugar de ser simista o psicológica, es esencialmente comunicativa. Se habla porque al decir está implicado el otro. No se habla para recrear un espíritu privado y con grandes pasiones personales que hablen de una ética delirante; no hay grandes significados sin otro que los haga posibles. Toda la ética es del otro, y no hay ética que no lo comprenda y no se haga, a su vez, nihilista e indeteminante del sentido de su acción. La ética con trascendencia propia, con delirios independientes, es radicalmente inmoral; y la ética más posible moralmente, la del conocimiento del otro, tiene, en su más profunda raíz, un sentido que sólo trasciende socialmente.

Para ver el fondo de la conducta del hombre no leo las palabras de Cristo, leo las de Rochefoucauld. Me interesa más lo que no sé, lo que no veo, que lo que sí sé, lo que sí veo. El cuidado de lo más próximo está en que se aleje, su creación de distancia. El otro no es borrado, no se hace de él un frío y vacío concepto; el otro es hecho próximo en la fuerza que lo reconoce como objeto moral, y nos fuerza a comprender que en su trato entra la sodomía; urge en él la inversión de los términos.

El bien, como tal, es una realidad que se comprueba conforme a algo de lo que se dice bien, una condición inicialmente subjetiva en la expectativa de actividad consigo misma. El bien particular es un bien insignificante; está condicionado en su ensimismamiento a su egocentrismo de encerramiento individual. Ahora bien, el bien social significa por encima de la falta individual, trasciende su límite por ello; significa lo que antes era insignificante. El bien de uno y su subjetividad, un anidamiento del bien en él, no es el bien; es sólo una estética ciega de ética y vacía de objeto. La ética no es el trato con uno mismo sobre su propio bien, ni la especulación sin objeto que trascienda en su insignificancia individual. El bien de uno no comprende el bien de otro al carecer del concepto que los une; es una primera falta de la precipitación de un concepto hecho igual en la incomprensión del tiempo que anticipa. El bien social será el conocimiento de la causa de su mal, aquello que lo niega; es algo del todo distinto porque opone dificultad, y ofrece una diferencia a un bien que asquea.

Lo bueno es una condición subjetiva que se pretende objetivar y sustraer el tiempo de su bien, que sea haga simismo. La conciencia objetiva no existe; no hay una conciencia consigo misma como objeto, y que reduzca y agote su tiempo. La conciencia cerebral, que es una posible objetividad cerebral, es un concepto irreal que sólo es válido como concepto de una ideología estructurada en la repetición de un conjunto de irrealidades supuestas como la realidad. La conciencia atiende a las acciones donde el bien es un objeto posible que no anidada en ningún cerebro. Nadie salvo el neurocientífico comprueba el efecto de la conciencia en el cerebro. Lo que la gente comprueba es la conciencia en su experiencia. La gente comprueba su conciencia como la acción de un yo que soporta su identidad. La acción cerebral que produce ese efecto es indiferente. Y la gente es identidad en tanto la persona con la que es posible su identidad. Uno es uno porque reconoce su casa, sus amigos, su coche, sus recuerdos, etc.. Uno no se reduce a su cerebro. La casa de uno sigue ahí cuando uno no está, sus amigos existen sin él, su coche es de una marca sin la acción de uno, y sus recuerdos tratan de cosas que no son sólo de uno. Uno no es dueño de sí mismo sino que sus acciones están dirigidas a lo que no es él mismo, lo que no es uno. Uno, como simismo, es una irresponsabilidad; no hay simismo en uno. Uno es las cosas que definen a uno, por las que viene definido, y lo soportan. Uno como ser subjetivo, como sustento de uno, es una unidad lógica que cierta actividad produce como efecto uno. Uno es la actividad de uno; no hay uno independiente. Y si no hay uno próximo al sujeto, tan próximo a la síntesis de su tiempo que lo haga verdad indefinidamente en una proximidad eterna idéntica con el simismo, un uno indeterminado como subjetividad de acción de simismo, menos habrá un uno sujeto a una incierta actividad cerebral con la que no es ni próximo. La actividad de uno como la de su cerebro es, en cuanto a lo que define a uno, incierta; será actividad cerebral, de un cerebro que actúa en un mundo orgánico con millones de neuronas y millones de pistas que las conducen, pero que no son sino el efecto de la acción de otra parte que esa acción cerebral no comprende. El efecto no comprende la causa sino que la recrea como tiempo que se ha hecho efecto. El efecto no agota, no dice todo lo que comprende la causa sino en aquello que de ella en él se efectúa.


El onanismo como la forma pública del sexo no causa sólo un rechazo que se siente con vergüenza, el efecto de un pesar por la acción del otro, sino que causa el asco ante la desvergüenza, la indignación por la falta del objeto ético del otro, una acción que no sólo indigna sensiblemente, como rechazo estético, sino que asquea, ofende al juicio moral inteligible. El recelo moral, en este sentido, es distinto en una primeridad moral como la vergüenza que da forma a su representación; la orientación al otro inmediata en su efecto es distinta del sentido reconocido en una acción concebida conjuntamente, intencionalmente la misma, de la que mediante la vergüenza nos distanciamos. Esta idea es aún más interesante invertida en el motivo de la acción del exhibicionista. La anomia del exhibicionista no es una depravación sexual, sino una descoordinación del sentido de los objetos sexuales. El exhibicionista toma como objeto sexual una individualidad no reconocida socialmente. El ardor característico de la sexualidad no sólo requiere de un grado sexual sino de un grado sexual conjunto. Así es que haya gente que siempre busque sexo, y nunca lo encuentre.

El exhibicionista espera causar con su exhibición el mismo placer que él se causa exhibiendo. La terapia que me comentó al respecto una amiga psicóloga consistía en mostrar el ridículo de esa acción con expresiones del tipo, “ja, ja, ja. ¡Qué pito tan ridículo!”. El exhibicionista no sólo quiere mostrar el tamaño de su pene, sino que, sobre todo, quiere mostrar como acción sexual. Convendría, por el contrario, comprender el exhibicionismo desde el mundo femenino en formas sociales como los escotes, las minifaldas, los gimnasios, los tangas, el top-less, etc, etc.. Desde una fenomenología del sexo, todos somos oscuros, si no perversos. Es decir, el margen de la normalidad se muestra más claramente desde su contraste con la anormalidad.


Los cuerpos desnudos no son siempre igualmente apetecibles. Un mismo cuerpo desnudo puede causar placer en su contemplación, y puede, en una situación distante, causar rechazo. Esto se comprueba en el cine con directores vulgares que pretenden excitar al público con desnudos que sólo muestran “tetas y culos”. Un caso muy conocido es la película Instinto básico, de Paul Verhoven, que convirtió en mito erótico a Sharon Stone con la clara intención de hacer más taquilla a base de efectos tontos. Por el contrario, hay directores refinados que se sirven de la sexualidad para amplificar el efecto de una pasión sexual que quieren describir como motivo de la acción de los personajes, como Ang Lee en Deseo, peligro.

En el cine actual, se está creando la costumbre de mostrar desnudos de famosos que quieren hacer erotismo de un cuerpo sin justificación, un cuerpo desnudo por un cuerpo desnudo, un cuerpo estético sin ética, sin vida, como una necrofilia. Un cuerpo desnudo tiene una belleza intrínsicamente moral, y una estética que va al fondo del sentido de la determinación del gusto que con su representación se puede desencatar en el tránsito de sus márgenes.

No hay nada tan tonto, simple y vulgar como un continuo paseo de una estrella desnuda ante las cámaras. Por el contrario, hay películas, como El último tango en París no sólo profundamente metafísicas, sino que son interesantes por el planteamiento cinematográfico del tiempo del desnudo. Un plano demasiado largo de un desnudo integral lo desposee de fuerza sexual. Lo mostró perfectamente Kubrick en Eyes Wide Shut con largas secuencias de desnudos integrales. El frío sentido del desnudo, como en del cine de Robert Altman mostrando extraños desnudos de Julian Moore o Madeline Stowe, o Kubrick desnudando a Nicole Kidman, es una lección del sentido del desnudo para alumbrar descarnadamente una escena.

La sexualidad satisfactoria no es cosa de uno. El sexo sin apetencia es un tipo se sexo simbólico distante del objeto que le da contenido. En la magnífica película Belle de jour, de Luis Buñuel, se hace un retrato psicológico de los conflictos sexuales deformados por la presión de una simbología que pervierte el sentido de la sexualidad de una mujer a causa de un marido que busca un sexo no compartido; y, hace no muchos años, en la película La pianista, de Michael Haneke, se hizo un retrato que no sólo deformaba la virtud moral de una mujer sino su cuerpo. En la película de Buñuel la hacía una prostituta, y en la de Haneke una oscura masoquista.

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