miércoles, 23 de diciembre de 2009

La ética infantil y su emoción

Se ha visto que una característica de la ética infantil es su irresponsabilidad: se hace cargo de la forma que posibilita su supuesto, y niega objeto al resto. Es, por principio, irracional con su objeto ético; carece de objeto ético fuera de sí mismo. Como no hace más que recrearse en su forma, sólo hay fenómenos reales, y no racionales, que se ajusten a ella. Los fenómenos problemáticos se abstraen porque no entran en el margen del concepto que los ve.

Los fenómenos anormales son de gran interés porque ponen en cuestión la normalidad; la hacen relativa al margen que dicen normal; se prueba falsa. Ante su desfundamento, la ruptura de su principio, hay quienes optan por recrear una ideología como barullo que aligere la conciencia, que la confunda. Se inventan formas morales en las que anclar la moral, formas irracionales e impuestas con las que divulgan su ideología.

La ética infantil se ancla en una deuda con Cristo, en inciertas relaciones con otras religiones, en supercherías de filósofos trasnochados, y todo tipo de sofismas que se ajusten a su eslogan. La ética infantil no es, por principio, sino ética con arreglo a sí misma. Una y su emoción como el sustento de toda la ética; culpa de la falta de ética al resto que no es uno mismo; la raíz de la falta de ética es que no se es su simismo. Se iguala la ética a su mandato, la ética se hace igual a su mandamiento moral; pero el conocimiento moral es un artificio de la sociología del conocimiento moral, y sólo es una parte de la fenomenología de la ética. El conocimiento moral es un fenómeno histórico que estudia cómo discurre el conocimiento moral, y no es un conocimiento por sí mismo fuera del fenómeno del que forma parte.

Del conflicto epistemológico del conocimiento moral, su relatividad histórica, se han servido algunos para criticar el mal del relativismo, una crítica que, en sus manos, es una memez. El relativismo, recordamos, es una necesidad básica para la crítica; hace relativo lo que conoce en su ampliación, lo que critica. Se dirá, no obstante, que si no se hace una propuesta inicial, como que hay una condición objetiva por principio, no hay ningún principio que alcanzar. He insistido repetidamente en que es un sofisma que hace la proposición inicial igual a la final basándose en que es necesaria para su síntesis. Pero lo que hace el sofisma es hacer igual su tiempo, lo paraliza, no fluye; no discurre; hace de la síntesis su historicismo, la raíz de la que crece su ideología, y en la que se funda. La tesis contra el relativismo es cierta, pero el peligro es que no es válida en tanto no se cuestione a sí misma, en tanto no sea crítica, y no sea, claro está, verdad consigo misma. El bien objetivo, a este respecto que ya expliqué, no es el bien en sí mismo, sino el bien en tanto que es criticable; es el sentido en que es racional. El bien objetivo, la verdad y toda esa fanfarronería, no son sino la gramática del idiota; piensa sólo con arreglo a su forma; en definitiva, no piensa; es, pues, idiota.

La ética infantil se dice a sí científica porque ha leído por encima la axiomática spinozista que no ha comprendido y ha picoteado en obras divulgativas. Algunos neurocientíficos, ciertamente, han conseguido reducir a ciencia las emociones llamadas básicas; se ha comprobado que la emoción básica está determinada por la acción del cerebro que gestiona la emoción, pero no se dice que de ahí surgen las emociones complejas que no dependen de un efecto primero del cerebro y su emoción básica, sino que están estructuradas en una complejidad que supera el efecto de la básica; la trasciende; va de una primera, teóricamente incierta, a una segunda que la suplanta; y, al contrario que la ética infantil, la ética spinozista las comprendía como una parte del absoluto en el que actuaban.

El tiempo de las emociones, como he sostenido, es muy complejo por su propia fenomenología. Uno siente algo y no lo reconoce inmediatamente de manera cierta, sino de manera incierta; nada se conoce de manera cierta, y lo que llamamos cierto es sólo una expectativa formal, y no un simismo. Las emociones no son proposiciones de verdad; son efectos del organismo que lo asaltan a uno, y no se pueden recrear justamente hacia atrás; son fenoménicamente asimétricas. El efecto de huella en el cerebro no contiene la respuesta de su conciencia porque no son relativos a un mismo tiempo. Su primer tiempo, el de la emoción, no es idéntico con el tiempo de su efecto; son asimétricos.

La emoción no es lo primero porque la emoción misma es un efecto de otra cosa; no es primera consigo misma. La emoción trasciende en su exterioridad, la que se formaliza en el concepto solidario, y, con arreglo al principio del concepto solidario, su genética, se desenvuelve. El tiempo de las emociones es formalizado por una acción independiente de la emoción que la trasciende. Su acción es la más significativa, y por ello trasciende. La emoción por sí misma es, en coherencia, simismo. Sólo un anormal ubicaría la ética en ella por principio. La caída del mito de la emoción, y la ubicación en su tiempo irracional, es el principio para dejar atrás la ética infantil y hacerla madurar en la responsabilidad de su conciencia, hacerse cargo de lo que no es simismo.

La historia de las emociones humanas es del mayor interés. Determinan la conciencia de los hombres en primer grado y están muy presentes en ciertas fases de la humanidad; son muy significantes. Hay teorías muy divertidas que especulan con su selección natural, generalmente, escritas sin el menor rigor filosófico. Entre los nuevos filosofastros, los científicos metidos a filosofar, es muy común leer sus excesos de especulación. Usan la teoría de la evolución para cualquier explicación estrafalaria que se ajuste a su demencia. Las más perversas manipulaciones se hacen desde la neurociencia y la psicología social. Se usa la teoría de la evolución como un dogma que sucede con arreglo a fenómenos que no entran en su sentido; son un contrasentido evolutivo con arreglo a un delirio. Hablan del lenguaje, la empatía, el altruismo, el comercio y la cooperación, la ciencia, la ética, etc., etc; y no dicen más que cosas inciertas que sólo son capaces de argumentar controlando su experimentación, lo que denominé ad-hocismo generalizado, la reproducción de su forma.


La ética infantil, como ya dije, es una ética, pero una ética insuficiente que se queda fuera del paso del tiempo. Anda por ahí con su forma de mandamiento, su ética incondicional de incomprensión del afecto.

Al quedarse al margen del paso del tiempo se desactualiza, y no conoce los problemas que el paso del tiempo crea. Anida el mal en una causa primera, cabalmente, en el cerebro. Y los filósofos somos muy quisquillosos con las causas primeras; otros, por el contrario, las usan como mera gramática, hacen uso de un historicismo de las causas, y nunca de su indagación primera, la acción de su comprensión.

Es fácil ver que la ética infantil anda siempre retrasada respecto a su posible madurez. La ética infantil es formal, y, como todo lo formal, no es interpretativo; no mira al nuevo tiempo (donde fallan todos los sistemas de inteligencia artificial). Lo que se formaliza no tiene, en la forma de la que se sirve, la teoría que cuestione lo que trasciende su nueva acción; anda retrasada.

Si uno coge los códigos morales de hace cientos de años, uno va a encontrar una constante moral, una constante sobre la que se impone una forma de acción negativa: no hagas esto; haz esto otro. Si se indaga la situación de la que se sirvió el código no se encuentra una emoción, se encuentra una forma. A esto se lo llama sociología del conocimiento moral, y es una de las ramas fundamentales para mi fenomenología de la ética.

Las formas fluyen y, al fluir, precipitan la conciencia. Si se establece una forma se crea una costumbre, y toda costumbre crea su moralidad; es donde se reconocen las conciencias. Por supuesto que para entender esto hay que hacer una revisión del “individuo incierto”.

Es interesante, y he invitado a los psicólogos a discutirlo en mis temas, que el sujeto existe, que hay un individuo que individua, y tiene su representación propia; pero la psicología social no es filosofía. La filosofía es siempre primera, y la psicología social por toda su historia anda en una confusión de principio entre lo psicológico y lo sociológico. No duden que, por ejemplo y sociológicamente hablando, la psicología social más fértil se reduce a Peirce. Dirán algunos, no obstante, que no es Dewey, ni Blumer, ni Goffman, ni bla, bla; son lo mismo, su eco. Y yo digo, contradiciendo a Kant y Peirce, que cualquier empirismo es irracional e inmoral; en el fondo, se estrechan en un simismo, en una falta primeramente moral.

Se lleva un buen tiempo hablando “porque sí”, a la ligera, de psicología social, como si no hubiese conflictos tremendos en esa disciplina. La psicología social es conflictiva en su misma dialéctica psicosocial. Lo expliqué, anteriormente, con el caso del individuo y su colectividad; no sólo no hay uno sin el otro, sino que crecen de una misma raíz. Hay una ciencia primera a ellos, y no es, por cierto, la gramática llamada “ciencia”. Por ello, urge siempre filosofía, porque hay siempre una filosofía primera a conocer. Claro, por esta línea de reflexión llegaría una de mis habituales contradicciones, porque el avance en una sucesión lleva implícita una contradicción lógica. De no entender esta sencilla idea se deriva uno de los mayores males de las ideologías: la acción de trascendencia no es final sino en tanto es primera, y la final no lo es sino en tanto es primera; es el resumen de la posibilidad de la síntesis, la creación de la unidad con la que crear distancias.

El objeto de síntesis es algo que no pertenece a nadie; está entre el movimiento, es lo que fluye. Sirve de molde, de forma, y para ejercer su acción se esquematiza; es posible como esquema para que encaje con lo esquematizado. No es algo independiente y con primacía a priori; es algo en relación.

La síntesis es algo muy complicado porque su metafísica es primeramente incierta; la síntesis es activa porque se adapta por principio, y es por ello que todas las síntesis son irracionales. En primer grado son especulativas, y las que pretenden mantenerse en un grado continuo no hacen adaptación a su orden sino estructurarse primeramente en su irracionalidad de un orden primero precipitado en su continuidad; no saben a dónde van al querer ir siempre al mismo sitio, su pretensión de simismo, su primer grado continuo.

La idea de continuidad es la base sobre la que discurre la posibilidad histórica, la de un mismo tiempo que trasciende. El tiempo no es el concepto ontológico con el que la física se ha pretendido filosofía primera. La ontología termina por reconocer su deuda con una psicología a la que se reduce en primer y último término. No hay nada superior a conocer fuera de la imposición de su tiempo. No hay nada que conocer sin una forma de conocerlo; se conoce mayormente la forma, y no la identidad con su contenido. La síntesis es la acción que trasciende en tanto sea una forma con la que trascender; y no se conoce sino en tanto alguien que conozca.

No necesito de los avances en la neurociencia para argumentar mi fenomenología. Simplemente, muestro que todo eso ya lo dijo la filosofía, y lo que hace cierta neurociencia es ampliarlo con curiosos y complejos problemas. La ciencia de valor no sólo dice "ciencia". La ciencia sin filosofía no vale para nada; sí, para hacernos idiotas.

La crítica a la neurociencia no es a la neurociencia misma. Es una disciplina interesante pero, filosóficamente, ignorante. Su esquema es demasiado formal, demasiado vacío; miran el cerebro como si contuviese algo por sí mismo. Y no sólo es criticable por su inmoralidad propia sino que, como mostraré en próximos meses, muestra un problema a priori para cualquier ciencia psicológica. Esto, que me lleva a denunciar de nuevo que Bunge es filosóficamente un ignorante, es, por otro lado, un nuevo principio sociológico. No necesita de ninguna ciencia que no sea su acción primera.

Los que conozcan realmente el fondo de la psicología social reconocerán con frecuencia que recreo formas típicas del discurso de ésta. Mi mujer es socióloga y comprueba con frecuencia lo mucho que me alejo de la psicología social; voy siempre varios pasos por delante. Desde el fenómeno de la precipitación, la psique social se hizo lógica del tiempo de su precipitación. Es curioso que su genética esté tanto en la reflexión sobre la teoría sociológica como en el conflicto del tiempo de las emociones. Eso no lo van a leer en ninguna parte porque sólo lo digo yo. Así, hace unos meses, me sorprendió alguien que estudia esos temas, y me llamaba la atención por publicarlo en sitios públicos.

Yo no necesito vivir de esto; escribo porque es más interesante que lo que leo. Todas mis ideas interesantes vienen de enfrentarme con un tema en el que no había una teoría. Cuando uno estudia a fondo la filosofía se asombra de la cantidad de cosas que se desconocen. Por esto mismo, porque la novedad se puede armonizar con la historia de la filosofía, es por lo que de unos pocos autores hago lo que se me critica como Historia de la Filosofía. Les puedo dar las bibliografías de mis maestros, y no van a encontrar nada de lo que digo yo. Para hacer una buena crítica hay que indagar en su principio y, desde ahí, desraizarlo. ¿Destructivo? sí; es la lógica de la crítica. Si se leyesen mis textos de igual manera, esto es, siguiendo el curso de su raíz, se podrían voltear, invertir; y por ello recomiendo leerme al revés. Y así, en un tiempo les mostraré cómo la ética de la normalidad no sólo no difiere de la anormalidad sino que son estrictamente necesarias la una para la otra.


Hay algo que parece cierto: estamos forzados unos a los otros, pero lo más importante, en términos evolutivos, no está en la cooperación sino en su comunidad de objetos. Quien reproduce la forma sustantiva, la especie, no es el individuo en cuestión sino el conjunto del que el individuo no es más que una parte. El individuo es una forma de la que se sirve la especie.

El otro hombre es un extraño, y una variedad, asimismo, de mí mismo. El sentimiento hacia él, como el caso citado del altruismo, no se diferencia mucho de su opuesto en el egoísmo. Si sólo hubiese sentimiento de altruismo no habría espacio para uno mismo; sería sólo el otro, lo que es contrario a la apercepción de la identidad de un yo, la identidad sustantiva distinta del otro. Póngase un poco de filosofía a la neurociencia y verán para qué quieren neurociencia: para nada sin filosofía.

Obsérvense dos perritos y una sola pieza que comer, y véase en qué consiste su solidaridad. ¿Cooperación? Juzguemos al hombre y su antropocentrismo más allá de sí mismos. Si la ética es sólo suya, no hay ética sin él; si no es sólo suya, ¿quién es ese otro objeto de ética que se dé cómo otro posible objeto de ética?. Un hombre puede sodomizar una gallina, es cierto, o una mujer dejarse sodomizar por un caballo, pero el sentido de ese sexo no es sino una variación de un sexo con otro hombre ante su falta. El hombre bueno, con sus buenos afectos y su ética infantil, es una ingenuidad psicológica, y sólo ética en un grado inferior, justamente, el de su ingenuidad.

El margen del otro, el margen que no es mío sino por su oposición, es significativo por su identidad con el mío. El mío no es mío por sí mismo; es mío porque no es del otro. Y el del otro no es suyo por sí mismo; es suyo porque no es mío. Son categorías morales siempre insuficientes que no comprenden el fundamento de su moralidad; la pervierten, lo que en mi filosofía se llama indeterminación: creación de distancia. Los términos morales se usan, erróneamente y con una falta primera en relación a su experiencia, como si fuesen números, extensión de una misma forma para un mismo objeto. Lo moral, contrariamente a la deformación que lo que representa, es primeramente inmediato; está precipitado, y su identidad no es justamente representable, reproducible con arreglo a su forma (simismo). Es por ello que la investigación sociológica deba reflexionar sobre la condición que precipita y se envuelve como efecto, se precipita a sí hacia sí mismo. La creación de distancia no es, tal y como ya dije, alejamiento del "deber", sino la justa distancia creada con él, y con él como su condición formal, su cabal responsabilidad.

En otro tema ya denuncié que el spinozismo era una filosofía apática, inhumana e inmoral con su simetría de espacios, cuerpos y líneas. La nueva moral surge de la comprensión del fundamento de la moral. Se puede ir a ella por dos caminos: por el retaso de los conceptos de la ciencia respecto a su recreación de la forma de un concepto siempre precipitado y siempre falto de objeto, o por una lógica comprensiva que se aproxime filosóficamente a sus principios; una progresa con conceptos que siempre necesitan algo que aprender, y la otra estudia el curso mismo donde se da el aprendizaje, su proceso pragmático.

Ruego, respecto al pragmatismo, que no se lo confunda con la efectividad, o un pragmatismo ingenuo. El pragmatismo nace de las insuficiencias de la razón teórica ante la práctica. El pragmatismo es, ciertamente, una filosofía de la acción, pero es una acción en sentido trascendental. En sentido moral, es la anticipación de lo que es primeramente moral con independencia de lo que nos diga la ciencia con su principio de retraso; es primeramente moral porque descubre el segundo al que está orientado; es una acción moral sintética, lo que la ética infantil querría poder llamar "ética formal". Ha sido siempre el problema de fondo, metafísico, de la ética, y es comprensible desde una sociología sintética a priori como la mía. ¿Quieren verdad y ciencia? pues aprendan lo que es primeramente la condición de la que se sirve una ciencia: su filosofía.


Es normal que la tradición se base en lo mismo, y no en mirar un poco más a lo lejos huyendo de ver siempre igual al imponer una idéntica manera de verlo. La visión es un sentido medio tonto, que busca desesperadamente su continuidad; es constructivo a su manera, la de su objeto de continuidad, y no es capaz por sí de conciencia alguna. La conciencia es, justamente, la posibilidad del en sí, y no el en sí mismo, idéntico consigo mismo. La reflexión trascendental trata del margen material en su desmaterialización, o de la distancia del inmaterial al material. El material es la determinación, y el inmaterial su indeterminación.

El ojo o "el cerebro", igual dan, son la forma que se impone, la acción que se adelanta como síntesis a lo dado en la forma de la vista. Este esquema será de crucial importancia en la incertidumbre individual del individuo incierto con su incierta decisión sobre un mundo ya anteriormente dado. Si los sentidos no tuviesen una forma a priori, o el individuo sobre qué hacerse cierto, no habría cómo crear distinción a partir de ellos; serían un torrente confuso, informe, de datación sensorial, o incertidumbre individual. El en sí es algo en tanto algo que se haga distinto a sí mismo, algo con una primeridad incierta, más bien, segunda con respecto a su posible tiempo; la proposición de la primeridad es, más bien, segunda con respecto a sí misma; la primeridad es falsa para todo otro tiempo distinto de sí mismo.

En efecto, no todo es datación, y hay una irregularidad orgánica desde la que la continuidad de un tiempo primero se hace discontinua con el segundo; es con lo que la razón construye su delirio. Por ello que su precipitación se deba estudiar por fases perceptuales que se alinean simultáneamente con la forma superior al percepto, la del concepto que las trasciende y hace de la precipitación un continuo. La razón crea el ajuste desde el omnipotente vacío de sí mismo, el delirio trascendental sin materia alguna, sin peso ni raíz, sólo simismo. La razón debe ser necesariamente vacía para poder ajustarse a cualquier cosa; debe ser formal y no tener un contenido de suyo, propio, que la distraiga de la pretendida condición consigo misma; se expulsa cualquier desperdicio que haya en la razón para que su representación guarde el equilibrio que se le pide, que el equilibrio no pese y su decir sea inmaterial. Con arreglo a sí mismo es sólo con arreglo a sí mismo, y no a algún otro, pues, su teoría siempre es anterior a su experiencia, por más que no haya teorías en sí mismas que guarden por sí mismas una íntima relación con lo externo y no simista en ellas

La forma de la evolución, la que hace posible que algo evolucione, muestra que el simismo puede falsear lo evolucionado al no comprender su acción; es más, la evolución, en la forma dialéctica por la que viene determinada, sólo guarda razón retrospectivamente, y siempre es especulativa para cualquier tiempo futuro. Es decir, la razón especulativa es una condición primera de la acción de la razón misma con respecto a cualquier otro tiempo distinto de sí mismo. La conclusión de esta razón es que se hace a sí misma ideológica, se impone a sí misma su idea en la precipitación de las condiciones de las que se sirve su identidad como forma, y termina por precipitar la condición primera a la segunda, u otra; las hace idénticas con su síntesis, y se recrea como la razón en ellas para toda otra razón; hace de su razón la razón del mundo, el a priori de la realidad y su racionalidad. ¿Recuerdan a Hegel y su gran delirio? ¿y qué dije yo de ese delirio y su identidad con el de la ciencia?. Una ciencia primera conoce, por el contrario, el objeto de su precipitación, y por ello el fenómeno de la precipitación era de enorme importancia para mitigar los vicios de las ideologías, y así es que su mayor interés esté en la sociología, pues su gente es su víctima.

Acepto de muy buena gana el sentido de la crítica de Kant por su fuerte sentido revolucionario. Incluso acepto buena parte de su crítica práctica. La ética de la razón, justamente, se descubría insuficiente por sí misma; estaba vacía, por sí, de objeto ético. Pero Kant, como es claro, no se contentaba con análisis dogmáticos. ¿Qué hacía su otra gran crítica sino mostrar una quimera, el sofista conceptuoso de Lichtenberg, que se pretendía primera frente a la otra posible razón? ¿y cúal es el telón de fondo de un empirismo que hace de síntesis con lo moral en la necesaria indeterminación de su correlato?. A ver si de una vez se entiende algo: la acción sintética es una condición necesaria de precipitación con la que no se puede sino recrear una razón, la que se ha visto insuficiente por sí misma frente a su experiencia. La síntesis se hace con arreglo a una razón, su razón supuesta, la base hipotética de un simismo que sólo se sabe, puede conocer su razón, con su diferencia empírica, y no se sabe sólo con arreglo a sí. Pero se ha hecho del empirismo una cuestión estética, irracional y, lo que es peor, inmoral, una forma de la experiencia como la acción de trascendencia de la verdad, como si todo tuviese la forma de una verdad idéntica para consigo misma, distinta y creativa a su vez, simultáneamente, con su forma.

Una crítica con más miras que la condición formal de la que se sirven la precipitación de su fenómeno y todo lo que de él es deducido como de suyo o de alguna extraña razón no se ve por coherencia sólo a sí misma. El simismo no tiene por sí mismo con qué trascender; está falto de lo otro que lo permite y hace posible, el segundo que falsea si no se repite. La razón es creativa, pues, de una tentativa primeramente irracional e incierta; llamamos certidumbre a nuestro margen de confianza, y no a un absoluto de verdad sobre el que desplegamos la totalidad de su precipitación.

El noúmerno es una herramienta conceptual auténticamente límite; bordea el límite que hace de una idea un objeto posible, una forma de la intelección pura, o un delirio, un estrago de la imaginación. Para comprobarlo podemos forzar la intelección hasta formas contraintuitivas, o desenraizar la lógica que condiciona la pereza de nuestras formas, hacer su genealogía. Es más fácil seguir el rastro a una forma matemática porque deshace la continuidad con la mente y se hace simista; su conciencia se desapropia en la forma matemática a partir de la que se sucede, discurre, otra forma que dice lo mismo. Pero si se ve que lo mismo no es sino una forma, y no un simismo, o lo que es decir igual, que la forma precipita el simismo, entonces la conciencia desapropia las condiciones que la desapropian y hacen que trascienda. Las formas de la gnoseología evolutiva, las que adaptan las formas de conocer a lo que evoluciona, cuentan con un defecto a priori en la forma de su repliegue; se vuelven hacia sí, y desde ahí discurren hacia sí mismas. Pero, como he mostrado, las formas no son por sí mismas sino recreación, no son continuas para todo otro tiempo. Muy al contrario, son su precipitación; y lo que trasciende mayormente no es una forma en sí ni de sí, sino una forma de otro algo, en coherencia con mi fenomenología, otro alguien. Véase a este propósito por qué he hablado de modernización. ¿Porque no tiene ética, o porque la precipita?. No la tiene por sí; es supuesta, y de ahí que sea objeto de crítica.

Me parece muy bien que se ataque a los filósofos porque veamos las cosas con una finura extraña, con una frialdad que permite ver más que la imposición de la forma simista; tenemos una moral inmoral, como la obra de un artista que experimenta adelantándose al posible reto de su propia creación. Somos criticados de relativistas con justicia, pero se opone el relativismo a un dogmatismo con demasiada facilidad sin ver que son, en muy buena medida, dos formas de lo mismo. Unos quieren dictar moral; otros criticar su objeto. El dogmático delira con su incondicional, con una forma que trasciende por sí misma para toda condición, como todo ese absurdo de la verdad para todo caso, y sin excepción. Es una perversión ideológica de los términos; sacan de quicio una forma y la ponen en un uso que restringen a antojo. ¿Verdad, ciencia y ética? Mera idiocia. El relativista, en su mayor razón, hace del relativo una negación del falso dogmatismo; puede mientras se imponga, y cuando el dogma flaquea no es sino alejamiento del bien. ¡Vaya una filosofía de chapuceros y cerdos onanistas!. El bien, así, es el de uno, y no el del otro; el otro se abstrae, y en su acción se niega.

Si he criticado a los que van con el cuento de la evolución por todos lados, como si tuviesen la forma de ver todo, hago lo mismo con la evolución moral de Nietzsche y todo lo que en el otro huele a símbolo de algo, su historia común. ¿Cómo no va a ser el otro quien me supera y, a su vez, me asquea?. El otro es la forma apriori de toda moralidad, lo que se distingue por sí solo del resto de las cosas solas.

Vean, pues, sobre qué discurre el concepto del otro: sobre su necesaria distancia. El concepto moral no es el simismo de un yo, ni la totalidad simista del otro con su presunta generalización de ser algo consigo mismo, el hartante y falso otro generalizado. No hay generalización del otro que no sea una lógica que lo desapropie en su distancia consigo mismo y lo deshaga de sí en su injusta reproducción, de manera similar a la falta de lógica de la emoción; sólo discurre justamente en la distancia creada con su concepto, no en una identidad sintética a priori, primera con su proposición de identidad consigo misma; es, de manera muy distinta, primeramente discursiva. Se crea distancia con el sustento primero de una teoría con la que no se ha hecho sino discurrir en la aproximación a su objeto. El tiempo, la forma posible de su discurso, no puede ser una condición pura sino en su abstracción; es un concepto, y en su discurso se hace distante de sí mismo; crea distancia consigo mismo según discurre. No es, pues, simismo; y no hay, en coherencia, más identidad que la formal, la distante de su contenido

El otro es alguien en tanto sea su representación, en tanto sea algo, y no alguien, su distancia. La proximidad de ser alguien es la primeridad moral, la raíz de la que crece su trascendencia; la proximidad de alguien es asimética con su concepto, es un contenido que rebasa la capacidad de su representación; lo supera. El otro no es, ni puede ser, sino un concepto, un concepto siempre falto de aquello que le da contenido: no la forma del otro, que es la que crea su distancia, sino la proximidad con su presencia, lo primeramente moral. La acción del otro importa porque sorprende con algo que no estaba, algo que falta en uno mismo y que, por ello, trasciende a uno mismo.

Se puede ver que este sentido del otro es primero y final; reordena su posible representación con arreglo a la lógica de su avance, la determinación temporal de la lógica histórica y su recreación de tiempo, su unidad en el concepto solidario, la represesentación de la distancia consigo misma y el margen de precipitación de una identidad fuera del tiempo e idéntica consigo misma, un delirio nouménico en la exacta forma de su precipitación. La acción sintética que podría hacer una razón que se anticipa al paso del tiempo, el curso fluido con arreglo al que fluye en una identidad no dialéctica sino continua; no puede ser sino precipitación de una forma incierta; está formalmente precipitada con respecto a su tiempo, su falta de identidad consigo misma. Es por ello que es otro distinto de sí mismo. El otro trasciende porque no es uno mismo; no es, por tanto, si mismo sino como recreación.

La solidaridad no es sólo un sentimiento positivo; no es bueno por sí mismo independientemente de su discurso; no es por sí mismo, por su identidad precipitada hacia sí misma, vacía, pues, de un contenido distinto del de su precipitación. No es sólo el otro, y no yo; ni sólo yo, y no el otro. Es una carga moral que se indetermina, crea distancia, en un ajuste que requiere de un cauce que fuerce. ¿Qué es la moral, pues, sino la estética de su historicismo?.


Los algos no son morales sino desde su posible significado moral, es decir, en tanto algos que representan alguien. Su diferencia está ahí, en el contenido supuesto que precipitan. El algo no hace sino indeterminarse son arreglo a la sola determinación de una forma vacía. Alguien no es por sí mismo sino por la proximidad con su presencia. Una fotografía es algo que puede implicar a alguien, pero sólo vale conforme a lo que representa; no es por sí. Alguien se hace presente, y no es idéntico con su posible representación.

La forma perceptual del otro tiene que estar hecha otro no con un concepto distante sino próximo, o sea, que su sensibilidad no sea demasiado continua. Esta idea, como se ve, está en contra de las formas de conocimiento, y por ello busca ampliación fuera de sí misma.

Los algos revolotean continuamente por el mundo, pero son mayormente formales como consecuencia de la síntesis de la experiencia; no son cosas en sí sino cosas distantes de algo.

El concepto emocional no es posible por la misma fenomenlogía de su tiempo; sólo es posible como concepto distante. La emoción tiene un orden irracional no simétrico sino consigo mismo; las emociones no se pueden sino hacer continuas de su propia pasión. Y el concepto solidario hace unidad de una distancia, pues conforme al fenómeno de la precipitación no vivimos mayormente entre emociones, sino entre lo que las simboliza. Emociones hay, está claro, pero en un tiempo continuo, lo que es contrario a la lógica de la emoción, se requiere de un objeto de continuidad que lo soporte, y no sea, pues, simismo

En efecto, la presencia del otro es algo anormal; hace que algo se precipite en alguien. La auténtica asimetría está en su especial fundación; es creativa, y por tanto, no es lineal sino desde cierta racionalización. Por ello la forma del otro es necesaria para su concepto; y lo otro, lo otro algo, es inmoral hasta la presencia del otro; está vacía del objeto que le da un contenido en su proximidad con la presencia. Es indiferente que su representación se repita cien mil millones de veces porque la significación moral, la fundada en la presencia del otro, se basta con una vez para superar los cien mil millones de veces de su representación. Digamos que la urgencia pide a gritos su contenido, y frente a él hace la trascendencia. La trascendencia no es, por ella misma, superadora; no es en tanto sea algo cierto, idéntico para consigo mismo. Su esquema no es la certidumbre de la condición incondicional de verdad; no es una categoría incondicional; su incertidumbre es, justo al contrario, lo que sorprende, y deshace lo cierto. La verdad es una categoría mítica, pero en moral es una condición primera de distancia.

Sólo me sentí con fuerza para verlo con cierta claridad cuando desprejuicié al otro y vi en qué se quedaba: en la expectativa de un vacío. Es una reflexión desconcertante porque bordea el límite nouménico del que hablo. ¿Se conoce forma alguna de explicación que supere por sí la forma misma que explica, y no se niegue conceptualmente a su diferencia, esto es, que no se pretenda positiva por sí misma? ¿y no es lo que invalida cualquier forma de identidad al precipitarse sobre sí misma y hacer su identidad poco más que formal?. Las síntesis son formas de irrealidad, esquemas inciertos que pretenden la identidad de diversos mundos. Su verdad no es sintética a priori sino para su especulación de ser simismo. La verdad sin tiempo, idéntica con su posible discurso, es absolutamente delirante, un gran ridículo. Y si es falible entre algos, ¿qué será de la presunción de un mismo efecto, idéntico consigo mismo, en lo que es primeramente diferente en la anteriordad moral que lo precipita en tanto que es alguien?. Su diferencia se da por la asimetría emocional que no es simétrica sino con su distancia, la que está, justamente, vacía de su emoción, aquello que era más próximo a su original contenido. Recreamos, pues, mayormente distancias, y no identidades con la cosa misma. El concepto es distante, pero desde su identidad, su forma inteligible. O sea, el concepto solidario trata de una irracionalidad desposeida de su supuesta racionalidad como medio de superación de su verdaero continuo, su mismo objeto.

Algo es en tanto alguien por su exacta diferencia; es una expectativa que fuerza por ello mismo, porque amplía algo en alguien. Y no es alguien como la categoría moral cierta; no hay justo concepto para ella sino en su precipitación. El concepto es lo que hace de categoría incierta; no se da a sí misma de forma incierta, sino que las categorías se dan de manera cierta, esto es, que se falsean en la continuidad con su experiencia. Trascienden sobre su error.

Mi recurrencia a Nietzsche encuentra su justificación en algo sobre lo que él se escandalizó, pero el lenguaje social es una forma a priori que en su representación no se hace idéntico para una proposición; se hace idéntico para unos mismos sujetos. Y no digo que no se pueda hacer crítica del prejuicio del efecto de la conciencia común; la comunidad de conciencias, la forma anterior a la conciencia común, es lo que significa en la forma de su ampliación. El simismo, en este sentido, es un mito del efecto de representar; y no es trascendente sino a partir de una forma no simista.

La presencia del otro en Kant y Lévinas es otro ético como un prejuicio de su racionalización. A decir verdad, no recuerdo si Lévinas hablaba de la presencia del otro, pero sí tenía cierta intuición fenomenológica de su estrago.

El mandamiento que fuerza un prejuicio moral es inconsistente con su misma moralidad; es una primeridad, más bien segunda, que se anticipa a su retraso. La identidad del tiempo en la síntesis ya falsea al otro en la misma forma que hace que difiera. Debe ser por ello que no se entienda con facilidad quién es el otro, y el comercio con una categoría que nos supera en la acción de una síntesis falsa con respecto a su mundo.

El otro no es un bien alguno, y de ser algo, en la forma de alguien que lo supera, es en tanto un algo y su diferencia en alguien; me atrae tanto como me asquea. El asco es una atracción inversa, y no es simétrica con su afecto sino con el mismo objeto con el que se crea distancia. De ahí que se hayan servido de tantos sofismas para forzar al otro en la incomprensión del significado de su presencia. Y Kant, por más que diese la forma de un precioso imperativo, no hacía sino poner la forma de la irresponsabilidad de una razón insuficiente por sí misma. Si es insuficiente para la experiencia sobre la que discurre su teorética, la precipitación de su forma, ¿cómo no va a serlo para una forma moral con la que se hace asimétrica?. Es el fondo de la capacidad de intelección; al topar con su límite, lo rellena con su capacidad de síntesis, su expectativa de ser simismo. El significado de las formas se hace así una capacidad cognoscitiva que no hace sino precipitarse. Su efecto ideológico es terrible, y se hace una densidad, diría yo, con un peso que se representa, y, así, crea distancia. Pero el peso, la forma metafísica que lo sustenta, es ligero en su proximidad moral. Todo lo moral, lo que es decir del otro, es un decir fuerte, con un contenido que supera su identidad formal; lo amplía.

El uso que hago de la figura de lo ligero y lo pesado es por abstraer un problema de fondo. Por eso es fácil que caiga en contradicciones en mis textos, porque de repente cambian violentamente de rumbo y deshacen la forma que buscaban crear. La negación de la forma incondicional se hace la forma lingüística de un sexo que estremece más que su mera habladuría. Hablar de sexo es, sin duda, un asunto interesante que nos hace, formalmente, muy sexuados; nos tiñe de expectativa de sexo. Pero el sexo, el que se practica entre fluidos, y no entre palabras, no tiene nada que ver con el sexo representado.

La cuestión del fundamento se ve incierta, y no es extraño que haya hecho, y repetidamente haya dicho, que la solidaridad es irracional. No significa que no sea, en cierto modo, racional, pero en un tiempo continuo, la unidad de su concepto es una identidad precipitada en formas inciertas que se hacen, en la ontología que las sustenta, ciertas, estables. Por ello siempre me meto entre márgenes sociológicos; porque son los que usan un mismo concepto que supera su sola identidad.

La solidaridad es irracional en primer y último término, pero parece que su mismo impulso formaliza su grado de coherencia, su margen común. En ello está su variación de sexo, su sexo simbólico. Significamos a otros, otros alguienes que son variaciones de nuestra identidad. Un perrito puede significar, a su manera, una relación emocional con nuestra disposición, pero la riqueza de matices a significar sería muy deficiente; estaría muy limitada a sí, a nada que significar. El otro trasciende, justamente, porque crea su diferencia.


Y es, exactamente, en su conciencia común como se hace el lugar realmente pragmático, al menos en el sentido que yo lo veo. Ya se sabe el impacto que Peirce causó en mí; él fue el Kant que me sociologizó. Luego, releyendo a Quine, de quien me separo mucho más, encontré que esa conciencia común sólo estaba en una visión norteamericana, pues la visión más europea es demasiado deudora de la historia. Cuando se replantea la ética desde un simismo ajeno, esto es, una conciencia no particular del sujeto y su individuación, todo se hace distinto, distinto de un nuevo simismo del otro, un otro de conciencia en el más puro sentido que doy a una totalidad de conciencia y su relación con la trascendencia. La totalidad viene como la carga de una conciencia con la que, sociológicamente, hacemos síntesis inversa, creación hacia atrás, una genética con conciencia; y no es sino la comprensión, una comprensión menos hermenéutica, y más sociológica. Fue algo que ya a algún aprendiz de sociólogo, y que se llama hermenéutica pragmática; pero, a diferencia de la mía, está concebida al revés, desde una conciencia singular que se hace común, histórica, por sí misma con arreglo a una incierta primeridad histórica, lo que digo que no tiene en su concepto la primeridad que se hace segunda a priori con su síntesis de trascendencia; y es, justamente, como se pasa de lo primero, algo, a lo segundo, la implicación de alguien

La representación social no es un gran otro simista, una totalidad por ella misma que se cierra y pliega sólo para adentro; más bien, es lo representable por hacer comunidad en la forma que crea la expectativa posible, y de la que se sirve su diferencia de continuidad.

Mi distancia con la tradición sociológica y, en muy buena parte, con la filosófica que condicionaba esta otra, está en la desapropiación de la conciencia por su justa acción de trascendencia, su desensimismamiento, su distancia de sí. La conciencia no es, pues, simismo; conciencia, en cuanto a la trascendencia, es el otro, lo que hace posible “lo otro que lo mismo”, o el término que requiere de la síntesis genética en forma de crítica. Lo otro que lo mismo, una alteridad abstracta distinta de lo mismo que otro en la primeridad moral de esta última, no sólo es posible desde una psicología individuante, al modo de Deleuze, que sólo individua el margen de una diferencia incierta respecto a la trascendencia que lo implica, una totalidad psicológica que he invitado a psicólogos a discutir. La incertidumbre psíquica no es un vacío conceptual; no es una identidad psíquica sólo dirigida hacia sí misma; la falta de la que se sirve su psicología insuficiente por sí misma es lo que hace posible la superación con la precipitación de una forma que, en cierto modo, ha de estar implicada como su incertidumbre. ¿Cómo algo significa sin una forma a priori que haga posible que signifique lo mismo en su diferencia individual?. Es posible desde la comunidad que hace lo mismo de lo diferente; al darse a ellos en su simismo no se da al resto, pues los quienes a los que está dirigido son el objeto del darse en unos mismos sujetos que no se hacen ciertos sino en la misma incertidumbre. El concepto solidario tiene una diferencia a priori que cede, es segunda, ante su condición primera. Esto, como es claro, no es lineal, y tiene su propia creación; se independiza, en cierto modo, de sí mismo para trascender en una diferencia de sí mismo. El significado de terceridad, en esta línea, es la mediación de la trascendencia.

En este y otros muchos temas, he defendido la crítica como una parte de la actividad filosófica; y es repugnante que alguien lo tache de historia de la filosofía como si fuese algo que se tacha o se critica porque no se diga de ello que sea verdadero o falso, y como si ese decir fuese todo lo que en ello hay que decir. Es sabido de quién o quiénes hablo, de los que van por ahí con su gramática de idiota portando su idiocia con la forma de su conciencia. ¿No es, justamente, una prueba decisiva de que no se entiende el significado trascendental de acción?. La acción hace unidad en su tiempo precipitando todo lo que ser esa unidad lleva de suyo. Cualquier acción que trascienda, empezando por la del conocimiento, no puede ser por ella misma simisma. ¡Una tautología filosóficamente indecente con la que hacen sexo los que se sirven con descaro de su verdad!. Y de ahí que urja crítica de sí misma.

Cuando opuse la sociología del conocimiento a la de la ciencia hablaba de dos partes de una misma acción epistémica que no eran necesariamente dialécticas, pero con un conflicto ideológico en su posible discurso. De hecho, la ciencia, con el tiempo, en una continuidad histórica distinta de sí misma, no es más que un uso objetivado en una forma más de materializar su conocimiento, una forma no definida por sí misma con arreglo al mundo. Su sinteticidad a priori, el supuesto incondicional de la verdad, se precipita a un dogmatismo para toda experiencia ajena a sí misma con el sofisma de una forma incierta impuesta como bien. Pero, claro, si de Marx sólo se ve la limitación de uno, de uno con su prejuicio, y no lo que Marx limitaba y determinaba, no hay valor en esa crítica sino como el peso del prejuicio, el que pretende ser material por sí mismo. La crítica del simismo, que no me importa ceder absolutamente a Kant, era esa condición simista frente a su conciencia. Tanto anormal, después de todo, habla, como si hablase con seguridad, de neurociencia. ¿Y no digo yo, por principio, que no hay certidumbre que trascienda por ella misma?. Si puedo decir algo del incomparable genio de Kant, ¿qué no podré decir de los idiotas que hacen del cerebro el simismo?. Idiotas en forma de cerebro, ¿o no la llamé, desde un principio, neurociencia descerebrada?.

La lógica de la diferencia con el simismo está en algo distinto consigo mismo, algo distinto de sí. La labor formal se presta especialmente bien a comprender los objetos con los que su forma hace síntesis; se adapta a ello formalmente sin una verdad absoluta consigo misma, sino con la otra conciencia; se hace conciencia de otra cosa que no es la precipitación simista. La síntesis de la identidad no puede sino ser distinta para todo otro tiempo; es, formalmente, distinción de ella misma. Lo que se hace igual, sobre lo que discurre su continuidad, es, justamente, lo que en ello hay de forma impuesta. Y este relativismo que muestro, el de la verdadera crítica del conocimiento, es, de hecho, una forma de comprensión. No dice que el absoluto sea formal en la continuidad con su forma, sino, más bien, en su comunidad. Cualquier teoría sociológica de altura da esto por dado, como una condición que se asume, pero la acción de síntesis social no es continua con su síntesis sino con lo que la precipita. No es ella misma. En buena parte, ahí está la lógica por la que algo se hace de alguien, a partir de una forma que haga posible su solidaridad, el concepto solidario, y en lo que trasciende su diferencia. El uso legítimo que doy a la trascendencia es el de lugar común de la conciencia. ¿Cómo es, si no, que podemos hablar de lo mismo?.

El sentido de trascendencia en el que más me baso, mayormente Kant y Hegel, era más simista que el mío; Kant hace simismo de una precipitación hueca con un final sin acción fuera de su empirismo extranouménico, y Hegel hace de un simismo histórico la condición que trasciende por sí misma al hacer del tiempo la condición absoluta de trascendencia histórica. Mi crítica a Hegel, que se puede leer como pega y adhesión, se puede problematizar desde esta aclaración, y ver qué hay de verdad, de condición que precipita a la síntesis de su identidad, en mi insistencia en que la ideología a la que precipita la ciencia es, formalmente, lo mismo que el historicismo hegeliano, pero con una superioridad filosófica por parte de Hegel incomparable a aquellos que han hecho de la filosofía su mayor terror. No hay más que ponerse a la altura de Hegel para ver qué lo distingue de todos los idiotas que airean su inferioridad en estos temas, empezando por mi admirado Schopenhauer. La forma de evolución histórica de Hegel sólo se puede poner a la altura de Kant, si acaso, Darwin, y Nietzsche: Kant sólo es admisible como concepción del tiempo, de una belleza filosófica incalculable, pero nunca como una ingenua filosofía de la historia; Darwin con gran interés en algún aspecto como su extraordinaria capacidad para ver la primeridad moral en el otro; y Nietzsche que es quizá el pensador que haya existido con mayor profundidad para ver el error de principio en el prejuicio de una identidad externa que reposa en un profundo internalismo metafísico.

La temporalidad no fluye de igual manera que la espacialidad. Kant hace una síntesis empírica que iguala a la acción de la forma de la razón; su empirismo, la forma de lo dado en la síntesis de la experiencia, se hace distinto, trasciende, desde su conocimiento; el campo inteligible es el margen de espacio distinto, por sí, de la síntesis empírica por la razón en la que se basa el conocimiento. El conocimiento reposa como verdad posible en la menor distancia con su noúmeno, en su máxima identidad, justamente, la creación de distancia de su forma. Su estética del espacio es más lenta que el espacio mismo; es sucesiva, pero intercalando percepciones que aunque se densifican en la unidad de una síntesis diversa, igualmente, se aligera en la adhesión a una forma determinada: la que arrastra en la forma de precipitación de lo dado.

La estética del tiempo es una forma interior que parece que no es ni estética, y sí lo es, justamente, desde la que se precipita su identidad; hace de forma común mediante algo que no estaba en sí mismo, pero que se determina, finalmente, con arreglo a sí mismo. Su síntesis no significa en la trascendencia misma, sino en alguien, y su cambio, su no simismo, es lo verdaderamente asimétrico.


El yo empírico es una concreción más de la totalidad de la acción de una conciencia que va más lejos que esa concreción insignificante por sí sola. Pero se hace un problema dialéctico de su misma acción; el yo empírico siempre va a poder contar con la presunción de necesitar la forma del inteligible, el trascendental; y es cierto, tan cierto como que es de lo que se sirve su precipitación. Así pues, la racionalidad se hace una forma de ver que abstrae su acción en un plano tan ligero que se hace simultáneo consigo mismo, ve de igual manera que es visto; hace partícipe al yo visto de la misma línea temporal del yo que lo ve al contar con la forma que lo precipita a su identidad. La rapidez fenoménica se hace instantánea, y se amplía para un mismo tiempo con el contenido de una proposición que se vacía de tiempo en su efecto de simultaneidad; se precipita fenoménicamente, y no fenomenológicamente. Y no se critica su ver por los cambios que indeterminan su ilusión; aunque siempre se verá más, se hace la presunción de que siempre se verá igual. Hoy en día, la neurociencia descerebrada juega a hacer de esto malísima filosofía al carecer de la forma filosófica de peso, la filosofía de su principio, la que podría abrir paso para decir algo con más coherencia que su ciencia mema; no se puede replantear a sí misma, criticar a sí, pues carece la forma de verse a sí. ¿Qué critica, pues?, su dado, su lógica empírica deshecha de racionalidad en su formalización. ¿O no es de idiotas pensar que se piensa sin pensar?, sí, y por ello se llama gramática de idiota.

Deberíamos empezar por separar los yoes, el trascendental y el empírico, por sus márgenes de acción, y luego ver con qué hacen continuidad. El yo trascendental es un yo nouménico, un yo sólo inteligible, un yo que se puede pensar a sí mismo en tanto que no sea el sí mismo que se piensa por su sensibilidad. El yo sensible es, por ejemplo, el que habla para decir algo, y reflexiona sobre lo que escucha, todo sea dicho, una manera muy sensata de escuchar lo que se piensa; no se piensa con uno mismo sino que se escucha lo que la acción de pensar dice; lo que se dice trasciende en el lenguaje porque se oye, y cuando oímos nuestro pensar adentro de la cabeza no hacemos sino oírlo en una indeterminación de la forma de oírlo, un oírlo en la cabeza sin sonido, con uno mismo y por uno mismo. No hay simetrías más que formales entre lo dicho y lo escuchado sin la misma forma que hace de referencia. Pretender decir más es hipotético y, en el mejor de los casos, sólo formal; las formas no son para un tiempo las mismas sino hipotéticamente. El de suyo, su a priori, que una forma tiene una verdad que lleva consigo misma, es una imposición en otra forma, la de una deducción o una inducción; no la tiene de suyo, y un análisis fenomenológico puede mostrar que el de suyo, un simismo cualquiera, es una indeterminación incierta respecto de su determinación, ¿o alguien tiene una idéntica manera de ver las cosas una vez que las vuelve a ver?. No; ese mismo ver es un ver psicológico que hace sus categorías distantes al hacerse una misma referencia para su diversidad. La confianza en la verdad, en que las cosas seguirán igual una vez vistas, es una expectativa sin una verdad de suyo; es una confianza absoluta en que no pueda verse sorprendida.

Ahora que la representación del tiempo es un asunto finísimo. Heidegger, por lo que yo he leído de él, es de los pensadores con mayor penetración para pensar el ser del tiempo, y así que no es extraño que esa obra vanguardista se llamase Ser y tiempo.

No simpatizo con Heidegger, pero me asombro de algunas especulaciones que hizo sobre la otra estética que no es del tiempo mismo. Si la estética del espacio está formalizada por la del tiempo en la que este cabe, hay una novedad en el desorden de la estética afectiva, una especie de no ser aquí sino ser en otro sitio que este mismo por otra cosa distinta. Y es que el espacio es sensible a partir la continuidad que se hace forma sobre un mismo espacio, un espacio inteligible de espacios que son de tal o cual manera para no ser, en fin, sino un mismo espacio. El espacio de uno y el espacio del otro son más que espacios; son espacios de uno por el otro, espacios egocéntricos de otra cosa que uno mismo, ¿espacios con propiedad?; son espacios de alguien. El espacio que ocupa una silla en esta esquina no es el espacio que rellenas cuando estás a mi lado. El que tenga dudas al respecto que coja una silla, y la ponga en una esquina; y coja a una persona y póngala no al lado sino de frente, con la mirada puesta en el otro; y si puede ser que hable, mejor, y si puede ser hablar entre fluidos, tanto mejor. Así se ve, entre espacios no lineales, discontinuos, la diferencia positiva entre espacios. ¿Ciencia?, no hay ciencia alguna sin filosofía.

La estética del espacio se relaciona contiuamente con la del tiempo mediante una forma apriori en la que la intuición del espacio encuentra cabida y se puede esquematizar; y la estética afectiva, que no puede ser inteligible por su sola forma a priori, y no puede, pues, hacerse sintética a priori, no tiene esa forma inteligible de suyo, por sí, pues le falta el afecto que no comprende; se debe a su desapropiación; está formalmente precipìtada al afecto, y no cuenta con alguna otra forma a priori para representarlo con justicia, el absoluto delirio spinozista que requiere, en coherencia, más conciencia que la de Spinoza para ser comprendido.

Heidegger sigue una lógica distinta de la mía en lo afectivo, pero ve en ello una llamada de lo otro, una otra llamada que no es sólo del otro, pues Heidegger es del los que toma en cuenta el simismo y hace una ordenación ontológica de las cosas con su ser propio, su propio ser, lo que alguno, Ortega y Gasset, llamó "radical". ¿Y no es el ser primero, el ser de raíz, una primeridad simista? ¿no es la mónada, absoluta consigo misma, en forma de cosa en sí?. Pero, cierto es también, Heidegger se inventa una anterioridad a ser fenómeno que abre y complica su reflexión. ¿No es un extraño historicismo ser preexistente, ser anterior al ser mismo?.

Hace un tiempo me sorprendí cuando estudiaba en detalle el ser otro social de Heidegger como una caída histórica hecha óntico-psicológica. Es muy extraño que tantos sociólogos no sepan leer a Heidegger, y necesiten leer a Heidegger para pensar como Heidegger. Cuando se piensa como otro no se piensa como otro distinto de mí por lo distante entre los dos sino por lo común de pensar lo mismo. El otro cae como una losa, cae porque pesa, y pesa más que el ser propio; no es una caída más. Pero aunque la conciencia de Heidegger sea finísima en este sentido, siguió siendo histórico en el sentido más hegeliano; y su Carta sobre el humanismo hace al hombre, principalmente, histórico, por más detalle que dé al ser hombre, ¿Y quién fue Hegel sino el que solidarizó con la Historia?. Algún imbécil por aquí, no obstante, habla del nazismo y el comunismo con independencia de su filosofía de la historia, y como si lo único verdaderamente independiente fuese ser ciencia; y a otros que hacen una filosofía de la historia en forma de su ideología se los dice huecos. A ver si se entiende, de una vez, qué y quiénes están huecos aquí.

Es cierto que Heidegger no sólo hace al hombre histórico, sujeto de su historicidad, sino sujeto de una historicidad lingüística que lo emparejaría con Ortega; no son sino dos historicistas del lenguaje. Heidegger, en mi opinión, es más denso y complejo que Ortega porque no cede ante superficialidades de estilo. Heidegger no es claro, ni puede serlo; es, como el caso de Wittgenstein: si es trivial es que se lo entiende perfectamente, pero eso significa que la escalera que se subió para ser depues arrojada, en su sucesión, reclama ser sustituida por otra escalera distinta que su uso hará, igualmente, envejecer al volverla inútil. Pero ya sabemos que hacer filosofía para idiotas no es cosa nuestra sino de tipejos como Bunge y los que lo imitan.

La ontología de Heidegger era de un tiempo absoluto hecho ser de sí mismo con una variación sutil en ser ahí, pero el marco ontológico es muy parecido al ser de la física del que me separo por higiene. Prefiero, en este sentido, leer un tiempo fenomenológico a un tiempo ontológico que no se a dónde va a llevar. ¿A sí mismo?.

Heidegger pone el tiempo, como Hegel, en la historia, en su continuidad, aunque la historicidad de Heidegger sea más fenomenológica. El espíritu de Hegel era otra gran cosa que el espíritu de cada uno, y, por como escribe Heidegger, tiene plena conciencia de lo que configura ser uno mismo con independencia del absoluto que lo trasciende. Hegel hacía, en el fondo, teología como filosofía de su ciencia, filosofía de la historia de Dios; y da mucha menos peso al lenguaje que a su historicidad, aunque de una fenomenología del espíritu de Hegel no es difícil llegar a una de Heidegger.

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