domingo, 18 de noviembre de 2012

Otro que falta


El otro es la principal condición extensiva. No hay nada en el mundo que se le pueda comparar. Absolutamente nada. ¿O no es la ciencia primerísima la especulación de un pensamiento, por sí, falto de objeto?. Vg. pensar el objeto supremo, este es, Dios.

¡A santo de qué se iba a pensar en algo si no hubiese sitio en el pensamiento para el otro!. El camino contrario, la dialéctica y la obsesión sustitutoria del pensamiento, conduce, irremediablemente, al instante de la falta y el error del pensamiento. Es por ello que el otro está ahí aun cuando no haya ningún otro ahí. El otro, pues, no es tautológico; mejor visto, ninguna extensión es comparable a él.

Es más que probable que el origen del otro se encuentre en la fenomenología de la escucha. La del origen lenguaje, por supuesto. Una contradicción de esta idea está en que los sordos piensan, como yo lo veo, mucho más que los que oyen. Por eso me extraña que los más grandes filósofos no hayan sido todos sordos. Una interesante variación de esta idea es algo que ya escribiera Schopenhauer acerca de que si la finalidad de los hombres hubiese sido pensar habrían nacido sordos.

Por otro lado, esta idea ha sido profundamente malinterpretada con ideas del tipo de la metáfora del espejo. Vg. la dialéctica y el psicoanálisis. Una es el encerramiento del pensamiento; la otra, su atajo indiscriminado. En esencia, son lo mismo.

Esta última idea la esbocé hace meses refiriéndome a la temporalidad del inconsciente. Que yo sepa es un tema que trataron Freud y Lacan. Aunque admiro mucho a Freud, no admiro en nada a Lacan. Si no estoy confundido, no hay temporalidad sin experiencia. ¿No será su conciencia, entonces, algo tardío que es sustancialmente distinto de su -propia- temporalidad?

El error del pensamiento, su pecado fundamental, está en que abstrae de suyo su causalidad. Vamos, que piensa de suyo, como digo, ¡de buenas a primeras!

La palabra no es sino el signo que representa al otro, nada más. Sin embargo, se piensa el otro como si el otro pudiera ser pensado de buenas a primeras, como se piensa una cosa cualquiera, como si fuese un pensamiento que no necesitase especial preparación.

Pensar nunca ha sido algo fácil, cómodo ni rápido. El pensamiento simbólico sólo tiene de pensamiento que lo neutraliza de una vez; invierte el pensamiento en su falta. No en vano, siempre he llamado a ese modo de pensar gramática de idiota; ¡porque no piensa!.

Pensar, más bien, es difícil, incómodo y lento, muy lento. Y así es que pensar el otro requiere filosofía. Pensar el otro no es “pensar” en él.



El otro es un problema que requiere una idea para ser pensado. Pensar al otro no es como pensar un tomate, ni como se piensa la espacialidad.

El otro es la representación del problema moral: bajo qué idea es pensable la moral, y qué relación guarda esa idea con el resto de ideas.

El otro se sirve de un término afectivo que no entra en su representación de cualquier forma; la distinción del otro es que entra antes; en muy buena medida, estaba ya ahí.

Yo no elaboré una idea del otro pensando en él. La idea tradicional del otro, por ejemplo, de la filosofía, la sociología y la psicología social, no me satisfacía. Pensar el otro no era capaz de representarlo con justificia.

La idea del otro no puede ser una otredad cualquiera. Es una idea moral de la que, a priori, no hay idea; ha de ser, por tanto, una idea sintética, una idea elaborada para que el otro pueda ser pensado. Sin esa idea no hay una idea a priori del otro; y sin no hay una idea a priori del otro, entonces, lo que se piense de él no guarda relación íntima con él y su concepto; sería un pensamiento del otro indeterminado; se pensaría algo, pero no lo que, a priori, puede ser pensado. ¿Qué se piensa, pues, del otro, cuando se cree estar pensando en él?

Sin ir más lejos, hace unas semanas hablábamos de la distancia. Pensar es creación de distancia. Pensar es una acción sensible sin sensibilidad; no es un pensamiento sustancial que “se piense”; no hay nada que se piense; sería una interioridad inaproximable, como una “cosa en sí” que, para desgracia filosófica, es pensada como si fuese una cosa que estuviese en algún lugar. ¿O no he dicho que llamo a ese modo de pensar gramática de idiota?

A este propósito, el otro ocupa, indudablemente, un espacio, pero no un espacio como el que ocupa un tomate, un mueble, una palabra en un texto, una neurona en un cráneo, o un paseante con el que chocamos al andar. ¡No! El otro ocupa un espacio íntimo, de ahí que la presencia del otro es apercibida de una forma distinta del resto de las cosas.

Este último es un tema en sí mismo. Me inclino a pensar que si no somos capaces de tener ideas del pensamiento a la altura de sus experiencias más problemáticas, no habrá mucha diferencia entre pensar y no pensar; entre pensar mucho y no pensar, prácticamente, nada. Pensar debiera llevar el pensamiento al límite consigo mismo, a su auténtica asimetría fundamental, cuando el pensamiento es una distancia consigo mismo en una diferencia sustancial. Ahí, las categorías a las que el pensamiento está más habituado, caen; no son una garantía. 

Sin embargo, mi postura no es nada parecido a una discontinuidad filosófica. Si hay grandes diferencias, la idea del pensamiento tendrá que hacer esas diferencias pensables. Esa idea no es ninguna discontinuidad; es, mejor visto, una vuelta a la filosofía que deje de lado muchos de sus extravíos últimos.

Los últimos extravíos de la filosofía no trajeron nada que no tuviese de suyo su supuesta novedad. Así pues, si su historicidad lo tenía de suyo, ¿a santo de qué le añadimos algo distinto de lo que ya tiene de suyo?