viernes, 27 de junio de 2014

De qué se sirve la experiencia moral

En varias ocasiones he defendido la ventaja de la experiencia moral. La experiencia moral es lo que pasa cuando se está con otro. La sensibilidad del hombre al otro hombre es, naturalmente, extraordinaria, incomparable al resto de cosas. El otro entra en uno por el mismo sitio por el que uno va a sí, un "yo" aparente que no lleva nada consigo (*); por el contrario, la diferencia de la que el otro se sirve depende de un afecto que uno no puede producir sino en abstracto. La sociabilidad del hombre viene de sus entrañas, no del cálculo. La moral se sirve del afecto que produce el otro hombre.

No quiero restar importancia a cierta finalidad conflictiva en el sentimiento gregario. El ego está implícito en toda sociabilidad. Sin embargo, este ego no es independiente de su alteridad, del otro ego; son dos términos de lo mismo. El altruismo es tan abstracto como el egoísmo, la centralidad de la que depende es la misma, no una nada sino una misma cosa (**). El altruismo no significa nada distinto de lo que significa el egoísmo.

Lo que quiero resaltar es que la historia del cálculo no es la historia de una conciencia que haga cálculos conscientes; el cálculo genuino, las capas profundas en las que elabora su intriga, es una relación de términos que se anticipa a la experiencia ventajosamente.

Pienso en una crítica, principalmente, a economistas liberales como Ludwig von Mises. Friedrich Hayek, uno de sus principales discípulos, promueve un individualismo metodológico de base evolutiva que se adelanta a la crítica de sus errores abstrayendo lo que aporta la razón y el ser mismo del cálculo; pretende que las cosas nos caen del cielo directamente a unas manos hechas para atraparlas. Por el contrario, el cálculo no es una teoría que no venga de algún sitio, que su historia genética sea una sinrazón, que no tenga un camino, algo que quede fuera del ámbito de la conciencia.

Semejante biologicismo, que los prejuicios de la moral son una desventaja para la vida, la negación de una finalidad que le es inherente y que, por tanto, se reafirma, abstrae la esencia de la experiencia consciente y de qué depende ésta; mejor visto, si no hubiese una reafirmación interior, si no hubiese un ámbito íntimo, la conciencia no se entendería, y seríamos insensibles a ella.

Los constituyentes de la idea del cálculo, los términos que corren por debajo suya fenomenológicamente, no reparan en la diferencia fundamental que supone el propio ámbito para toda reflexión, su "interioridad". Si no fuese por el otro, si no hubiera una preferencia por los términos comunes, no habría lugar para la generalidad.

(*) El otro hombre está en ventaja ante uno mismo, tiene más peso; uno mismo no puede producir lo que el otro produce. De este movimiento inverso, que unifica dos instantes mediante una forma, esencialmente, desigual, depende la capacidad abstracta que produce el lenguaje: que los objetos se puedan intercambiar por sus referencias y las referencias valgan como objetos; encadena los elementos con los que se relaciona quitándoles la diferencia en la que reside el límite que no logra traspasar; carece de términos para ello; no logra extenderse, y permanece encerrada en un mismo sitio. Lo que aporta y trae consigo es algo puesto al revés vaciado de sí y de lo que es suyo; es un movimiento negativo, desapropiante, sin recomponer.


El objeto moral no es perfectamente representable si no es mediante una distancia (consigo mismo) que no va a otro sitio distinto del sitio del que parte. La experiencia moral no depende de sí; contrariamente, depende del otro sin el que no hay moral alguna. Si la moral no está presente, no hay manera de representar la moral; su representación se limita a una distancia moral (***).

La moral se experimenta en primer plano. Su referencia es, de suyo, una representación sin otra deuda que una generalidad que sigue un movimiento sin contradicciones específicas; se cumple y afirma sin experimentar anomalías en el ámbito del que depende, la forma inversa que, con independencia de su inmediación, la produce. Carece de experiencia genuina e interioridad.

Las referencias morales, las huellas de la experiencia moral, lo que la distancia deja tras su paso, son válidas como la forma que representa la moral en general, el esquema que sigue. La moral misma, su interioridad, no es aproximable sin un concepto que haya superado su fase abstracta y su distancia simbólica; al revés, su superación consiste en manifestar el efecto común del símbolo, la solidaridad inmediata que no se deja ver.

(**) Se entenderá que el "yo" no sea más que una apariencia distante con su sustento. Si la experiencia del “yo” se aglutina en torno a sí, si se densifica y pretende distanciarse basándose en sí, si “yo” se abstrae, la experiencia de “yo” es una experiencia falsa; desconoce la falta de garantía en la que reside.

(***) La distancia moral fue una de las ideas que preparó el camino a la distancia psicológica, lo próximo se alejaba; se trataba de reconocer el objeto moral y el problema en el que residía: que la moral no es una propiedad subjetiva.

jueves, 26 de junio de 2014

Intrigas históricas; seguir estando, reafirmarse con ventaja

Esta misma mañana, mientras releía algunas páginas del apéndice “Metafísica del amor sexual” a “El mundo como voluntad y representación”, de Arthur Schopenhauer, me he encontrado con la expresión “intrigas amorosas” (Vol II. Complementos al libro cuarto, capítulo, 44; pg. 517, 612).

Hace años me serví del término “intriga” para hablar de la experiencia moral, de un algo del que la moral se servía, una experiencia afectiva de baja tonalidad y, asimismo, de importancia decisiva (*).

La moral no puede ser una experiencia abstracta si no es mediante una “distancia con su fundamento”, el preciso lugar que ocupa lo abstracto y con lo que, por tanto, suplanta la experiencia afectiva. Ahora bien, llegado el momento en que la espera se cansa, o descansa y se deja de afirmar, si se sigue el camino que la ha producido, lo que lo abstracto representa sin intermedios (**), se produce una falta de correspondencia; el peso supuesto en el que descansa lo abstracto no pesa lo suficiente. El deseo íntimo que mueve su representación, “estar a la altura del peso supuesto”, ocupa el espacio que falta; viene a ello, es por lo que está ahí, justo, a ello. Todo representar es un error fruto de la repetición de la angustia, su densidad.

Lo abstracto sólo trae algo consigo cuando es fruto de una elaboración puesta en duda, determinada con arreglo a la falta que todo deseo busca satisfacer, un proceso lentísimo (***). El deseo, visto así, no es sólo una falta, una figura sin nada dentro. La angustia que mueve toda falta debe ahondar en sí, recorrer el camino que la produce, no para repetirlo de manera inversa, “al revés”, andar lo anteriormente andado, sino, precisamente, para llegar a la esencia de la que depende, cuando ir hacia atrás no es un ir formal, una repetición, sino una determinación genuina, un paso adelante.

(*) Esta baja tonalidad es una idea elaborada, no algo que apenas se note. Se basa en una falta, en algo que, por sí, no tiene la misma forma mediante la que es pensada; su forma, pues, es desigual, la representación no puede cargar con todo el peso de lo representado, no se puede representar sin cierta holgura en la que haya suficiente espacio como para abrazar su falta de determinación; es una idea que está por hacer, por tanto, a la espera. 

La desigualdad e indeterminación, este “ser lento”, en lugar de “ser tardío”, este “estar por hacer”, en lugar de“estar ya hecho”“estar cociéndose”, en lugar de “haberse cocido ya”, es una idea problemática en absoluto, sin solución para el ámbito donde se mueve. Su sensibilidad carece de sitio para sí, su concepto no llega hasta ella, se queda a medias, sin hacer. 

Esta idea problemática no tiene una respuesta enteramente satisfactoria, no llega a corresponderse, no va consigo, su experiencia, por tanto, no es a priori; no hay una garantía en ella. Su esencia, lo que inmediatamente aporta la idea de la intuición, sólo es dado mediante una idea distinta de la idea misma de la que depende; así pues, esta inmediación no es auténticamente positiva; sucede al contrario, su actividad mediada, la negatividad con la que hila su intriga, está oculta, actúa en la sombra, por debajo de la identidad de su forma. 

(**) Este intermedio tiene verdadera validez cuando su abstracción está en ventaja ante las contradicciones que su concepto resuelve, ¡su tiempo! (****).

(***) Esta lentitud es, claramente, una ironía del pensamiento; supone abstraer el pensamiento dejándolo al desnudo y encarándolo con sus vergüenzas; le quita todo su peso de encima y abstrae, positivamente, su experiencia.

Esta idea del pensamiento, su ámbito de máxima intimidad, lo que la fenomenología trata de poner aparte como si su ámbito categorial estuviese ubicado en cierta legalidad, una indecencia filosófica, es un camino que no sale de la abstracción en la que está asentado fundamentándola sin ir a sitio alguno; se repite vanamente.

La vivencia no es otra cosa que una fase de la experiencia a la que, todavía, no se ha puesto idea; está, pues, a la espera.

(****) La importancia de las experiencias sin experimentar, su profundización, el eterno retorno y toda verdadera superioridad.






miércoles, 4 de junio de 2014

Vanidad de la historia



Leyendo La rebelión de las masas de Ortega me han quedado claras algunas cosas. Una es que ahorra al lector el esfuerzo que ciertas ideas exigen; hace de la lectura una actividad pasiva, un tragabolas. Se arropa bajo un problema general, el problema de que el hombre está, íntimamente, ligado a su historia, sin llegar a exponer qué clase de problema es ese ni si ese problema es de los que tiene solución (*). Si la intimidad es algo de adentro, una representación interna; o si es un problema en sí mismo que no se limita, por tanto, a los términos opuestos por los que viene determinado. Así pues, lo interno no es un adentro, un espacio que abstrae el nutriente que le da espacialidad; no es la fase que define el orden de dependencia, el centro de la centralidad (**).

Es paradójico, en extremo, que hable tanto de nobleza, y, en lo que a él le toca, haga lo contrario; no sólo es paradójico, deja la nobleza intelectual sin sitio propio, ¡como si pensar fuese lo mismo que el resto de cosas, como si no hubiese una nivelación propia al pensar (***)!

Sin embargo, el detalle del alineamiento al lector, que desecha una distancia fundamental entre el autor y él, no deja de tener su interés. Ortega muestra de qué está hecho, con qué cuenta. Reconozco que escribe bien; diría más, para hablar de un filósofo, escribe muy bien.

Literariamente, el filósofo que prefiero es Arthur Schopenhauer. Ese sí que sabía escribir. No sólo escribía bien, con estilo y dominio, sino que tenía una filosofía que lo sustentaba. La filosofía de Schopenhauer es visceral, cuenta con algo más que otras filosofías. Schopenhauer no era un kantiano más; pretendía añadir el problema volitivo a la razón que lo abstraía.

Sea como fuere, lo literario no tiene un valor especialmente relevante en filosofía; mejor visto, sucede lo contrario, el valor filosófico mengua si lo general en lo que ahonda cede ante lo más aparente; la retórica se sirve de figuras sensibles que toman atajos y dan más por menos; ese es su valor, una ventaja sin apenas interés filosófico, una estética sin espacio interior, sin capas debajo de ella.

(*) Que haya problemas sin solución no es un término final ni un pesimismo, no significa que haya que tirar la toalla ante problemas demasiado grandes; muy al contrario, es un reclamo de que hay falta de términos que aclaren los problemas, los unifiquen y quiten el exceso de peso.

(**) Ortega pertenece a la corriente historicista que busca separarse de las ciencias naturales por medio del espíritu. Semejante sinsentido se muestra con que el espíritu, el Geist, es el término medio, dicho hegelianamente, la mediación; no hace falta pensar mucho para ver que una mediación que medie no actúa de manera genuina, sino que arrastra deudas que, falsamente, suplanta.

(***) Es fácil entender que la historia de Ortega sea una historia demasiado histórica, sobrecargada de pretensiones vanas, un término del que todo se hace dependiente, una capa sin preferencias que está en perpetua lucha con el resto y consigo.