miércoles, 4 de junio de 2014

Vanidad de la historia



Leyendo La rebelión de las masas de Ortega me han quedado claras algunas cosas. Una es que ahorra al lector el esfuerzo que ciertas ideas exigen; hace de la lectura una actividad pasiva, un tragabolas. Se arropa bajo un problema general, el problema de que el hombre está, íntimamente, ligado a su historia, sin llegar a exponer qué clase de problema es ese ni si ese problema es de los que tiene solución (*). Si la intimidad es algo de adentro, una representación interna; o si es un problema en sí mismo que no se limita, por tanto, a los términos opuestos por los que viene determinado. Así pues, lo interno no es un adentro, un espacio que abstrae el nutriente que le da espacialidad; no es la fase que define el orden de dependencia, el centro de la centralidad (**).

Es paradójico, en extremo, que hable tanto de nobleza, y, en lo que a él le toca, haga lo contrario; no sólo es paradójico, deja la nobleza intelectual sin sitio propio, ¡como si pensar fuese lo mismo que el resto de cosas, como si no hubiese una nivelación propia al pensar (***)!

Sin embargo, el detalle del alineamiento al lector, que desecha una distancia fundamental entre el autor y él, no deja de tener su interés. Ortega muestra de qué está hecho, con qué cuenta. Reconozco que escribe bien; diría más, para hablar de un filósofo, escribe muy bien.

Literariamente, el filósofo que prefiero es Arthur Schopenhauer. Ese sí que sabía escribir. No sólo escribía bien, con estilo y dominio, sino que tenía una filosofía que lo sustentaba. La filosofía de Schopenhauer es visceral, cuenta con algo más que otras filosofías. Schopenhauer no era un kantiano más; pretendía añadir el problema volitivo a la razón que lo abstraía.

Sea como fuere, lo literario no tiene un valor especialmente relevante en filosofía; mejor visto, sucede lo contrario, el valor filosófico mengua si lo general en lo que ahonda cede ante lo más aparente; la retórica se sirve de figuras sensibles que toman atajos y dan más por menos; ese es su valor, una ventaja sin apenas interés filosófico, una estética sin espacio interior, sin capas debajo de ella.

(*) Que haya problemas sin solución no es un término final ni un pesimismo, no significa que haya que tirar la toalla ante problemas demasiado grandes; muy al contrario, es un reclamo de que hay falta de términos que aclaren los problemas, los unifiquen y quiten el exceso de peso.

(**) Ortega pertenece a la corriente historicista que busca separarse de las ciencias naturales por medio del espíritu. Semejante sinsentido se muestra con que el espíritu, el Geist, es el término medio, dicho hegelianamente, la mediación; no hace falta pensar mucho para ver que una mediación que medie no actúa de manera genuina, sino que arrastra deudas que, falsamente, suplanta.

(***) Es fácil entender que la historia de Ortega sea una historia demasiado histórica, sobrecargada de pretensiones vanas, un término del que todo se hace dependiente, una capa sin preferencias que está en perpetua lucha con el resto y consigo.

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